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DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIAL: Fabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo, Marcos Fabián Herrera, Maldoror. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).
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con el asunto “Retiro”
Los Visibles de Eduardo Esparza
Centro de Memoria, Paz y Reconciliación
Exposición Martes 8 de abril, 4 p.m.
Carrera 22 No. 24 – 52,
Bogotá. Entrada Libre
Homenaje a las víctimas del conflicto colombiano
Por Amparo Osorio*
Si alguna vez Octavio Paz, basándose en una cita de Demócrito, tituló uno de sus libros capitales como Sombras de obras, quizá esta luminosa reflexión sea la paráfrasis perfecta que el observador necesita para convertir en palabras esa perspectiva íntima que le suscita la contemplación de toda obra de arte.
Su interpretación se convierte entonces en un franquear la puerta a fin de que a través del trazo y la forma intentemos habitar ese tejido de eslabones secretos que habrán de conducirnos desde lo finito a lo infinito, para asir en la mirada los lenguajes ocultos del artista que permitan develarnos la mistificación de su interior absoluto.
Con esta premisa y desde la extraña impronta de Los visibles, una connotación que más adelante vendrá a suscitar nuestro estupor por lo contradictorio del significado, entramos entonces a este universo de obras con las que Eduardo Esparza ha bautizado su último trabajo-homenaje, volcándose en una serie de palpitantes imágenes para inducirnos por un camino de interrogaciones y asombro, que nos conducen desde el aquí y ahora de este país convulso, hasta el ayer y el antes de una geografía inhóspita sembrada desde siempre por las desoladoras fauces de una injusticia interminable.
Su recorrido se convierte en una experiencia simbólica que desde lo inexpresable nos lleva a lo imaginario, en una alegoría de múltiples caminos en los que perviven inquietantes capítulos de horror y pesadilla, puesto que estos “Visibles”, en realidad “invisibles y anónimos”, no son nada distinto a la representación de seres reales cuyas trágicas historias de desaparición y tortura suscitan una multiplicidad de sensaciones que de una u otra forma nos obligan a recrear el infierno de Dante, no para interrogar a los condenados que gravitan bajo los nueve círculos, sino para conversar con las sombras de estos centenares de habitantes que desde el territorio de los muertos y en el epicentro de sus oscuros destinos, nos hablan de sus flagelos y angustias y de esa profusión de tinieblas que constituye su propia historia como una de las más escalofriantes metáforas del desamparo.
El artista lo sabe y conocedor a fondo de nuestro doloroso inventario de víctimas del conflicto, del despojo de tierras, del desplazamiento, del oprobio y de la desaparición como una de las más terribles cargas de pesadumbre que suscitan nuestra indignación permanente, nos propone a su manera no renunciar a la contemplación y confrontar su denuncia mientras hacemos la ruta de abandono de estos anónimos visibles.
Comprometido entonces con su tiempo –y así nos lo confirma de una manera sencilla, conmovida y conmovedora–, apuesta toda su sensibilidad a fin de suscitar una remoción de nuestras conciencias adormiladas, un permitirnos volver sobre las sucesivas gamas de la infamia de que han sido capaces algunos seres humanos y sacudiendo de nuevo nuestras más íntimas fibras, nos obliga a profundas reflexiones para que el leitmotiv del tenebroso facilismo de leyes de perdón y olvido que vienen permeándose en grandes esferas de nuestra sociedad, no se constituya en el memoricidio que impere en las nefastas graderías de la posmodernidad.
Así, bajo la estrella tutelar del Guernica y evocando un poco a Picasso de quien se declara confeso admirador, penetramos de nuevo a los misteriosos cuadros con los que Eduardo Esparza ha querido perpetuar esta historia, la suya, la nuestra, la de un país que se debate en el desasosiego de sus interminables espirales de violencia.
*Poeta, narradora y ensayista colombiana
El testimonio poético de Joel Streicker
Por Luis Fayad
El amor en los tiempos de Belisario es el testimonio poético de un habitante de paso por Bogotá. Hace treinta años Joel Streicker dejó su vivienda en las afueras de Chicago y recién instalado en su nueva residencia cedió a una nostalgia anticipada que lo llevó de viaje a su niñez, a un sitio que ya no lo conoce y le llega como una brisa endeble que no lo desalienta y lo recrea. Sus recuerdos madurados por la distancia en el tiempo y en el espacio dejan una señal en su poesía y no se diluyen, pero permiten que las palabras también expresen las impresiones en el nuevo lugar. La ciudad y su visión desde una ventana y desde las sensaciones. Las calles y los episodios de las esquinas no le inspiran tonos descriptivos sino el diálogo con él mismo para revelar su intimidad. El verso es medio de expresión y es compañía, es la casa en la que habitan unos momentos selectos transcurridos en la niñez y otros, muchos más, en un lugar lejano que conoce de joven y que si fueron inconscientes en su rutina, se hacen conscientes en la palabra. Aparece el hombre en la comunidad con sus desconsuelos sin lamentos y sus goces sin exaltación, con su amor a una persona o su búsqueda ansiosa cuando el amor no existe y se vuelve anhelo, como se busca la soledad y la amistad. “Busco el eco de mi silencio en el amor”.
POR esta noche
de pobre patrimonio
de calles y vidas
astilladas
no hay cantares
ni lágrimas
ni escapes
cuando la ciudad
lleva sin galardón
ni vergüenza
su alma rota
todos nos morimos juntos
(14 enero 83)
YA que no se asoma
la divinidad desde
cada ser,
ni se vislumbran
sus huellas en
los actos y las cosas,
ya que no hay causa
que llene con su llama pura
este hueco adentro que
en vano aguarda mi reflejo
en su oscuridad
de espejo ciego,
busco el eco de mi silencio
en el amor,
como queriendo
recrear una piedra
de las olitas
que mandó a perderse
sobre la superficie
de un pozo
(25 febrero 83)
La poesía como plegaria
Nota sobre el poemario de Enrique Rodríguez Pérez Entre materia y premura
(Madrid: Lord Byron Ediciones).
Por Gabriel Restrepo
Escritor y sociólogo independiente
Cerca de la mitad del poemario, pasadas 47 páginas del primer poema y anterior en 36 al último, Un pliegue transgredió la premura oficia para el lector de la poesía de Enrique como bisagra y a la vez clave para abrir la propia metamorfosis entrañada en una lectura creativa. Y por muchas razones. Las palabras asociadas de modo directo a la raíz latina del verbo plicare alcanzan la decena. La imagen de la premura nombra el poema y el poemario. Pero verbos, sustantivos y movimientos de imágenes abundan en aquello entrañado en el plicare: la dualidad, la doblez, la dobladura, la herida, el tajo, las grietas, los dilemas, vacíos, rasgos, remiendo, desgarro, bifurcación, hendidura y un sinfín más.
Empero esta numeración sería trivial estadística de no descifrar el sentido más hondo. Por supuesto habrá muchas estrategias para sondear, quizás tantas como lectores o lectoras. Siempre que sean lecturas resonantes. Me atrevo a exponer mi propia piedra de Roseta. Y para ello me valgo de dos topos y los tropos correspondientes. Soy consciente empero que todo nombre y tiempo son en poesía toponimia o efemérides accidental. Sí, por cierto, la crisis financiera de Lesseps sirvió de trasfondo a las Variaciones de un tema-sujeto de Mallarmé. Pero aquello resta como anécdota de un eterno retorno del mito del Rey Midas, recreado en esplendor por el simbolista.
Monguí y Tours. Al primero aluden tres poemas, si se prescinde de que más allá de lo literal el paraje es potente imán del poemario y no se desdeñaría el conocerlo como una extraña aleación de una enigmática bella sublimidad, incluso por esa posición recóndita de aquellos parajes en los cuales se adivinan misterios.
El poema Este remolino del Loira cierra el poemario. La fluidez propia de los ríos queda atrapada en la noria del remolino. Hay una cantidad diminutiva en el parangón: de sol, de flora, de luminiscencia, de movimiento. Gravedad: el poema y el poemario anclan allí, como si la premura y la ductilidad concluyeran en la inmovilidad de la prisión.
Por contraste, los poemas en clave de Monguí que en verdad son todos pliegan y despliegan en una elemental complejidad se mueven entre sustancia y lengua, naturaleza y cultura en un vaivén prodigioso porque no hay cosa inerte. Como en la magia la prestidigitación poética es onírica, aproxima lo distante, avecina lo opuesto, cura las heridas, salva los abismos. Poesía homeopática.
Es por supuesto una suerte de crimen apresurar el contraste de los dos tropos encerrados en los dos topos, distinguir las dos cosmovisiones que fundan diferentes retóricas. Pero más por brevedad que por pereza o por simplicidad cierro por ahora mi lectura indicando que lo que hay desde aquí, desde Monguí, La Habana, Putumayo a diferencia del remolino de Tours es una naturaleza amante y animada, un espíritu que se instala a cada hora en un nuevo génesis no interrumpido, incluso una matemática del sueño (página 63).
Lo de allá en cambio remonta a la tajante y esquizoide separación de la res cogitans y de la res extensa mediante la cual el espacio devino número y la progresión de estos olvidó el cero para sumar a ese infinito malo encarnado en el capital.
Pero, repito, esta conclusión es apresurar demasiado. He leído y releído los poemas con fruición, deleite y detenimiento. Y hay en cada verso un juego sorprendente de reposo y aleteo, unos pasajes sutiles de materia y lengua, un sortilegio de sugestiones al mejor modo del simbolismo, de Lezama, de Quevedo, pero también con una raíz inocultable de la estancia en la tierra de Vallejo. Desde mi atalaya tomo una copa de vino para brindar por el autor: salud.
Don Menox - Cuento
Por Amílcar Bernal Calderón
Publicamos aquí un relato enviado por este ingeniero mecánico y escritor nacido en Ibagué, Colombia, 1950. Premio Nacional de Poesía Ciudad de Chiquinquirá, Segundo Premio Internacional de Poesía Miguel de Cervantes en Armilla, España; Mención de honor en el Concurso Internacional de Cuento “Encuentro entre dos mundos”, en Francia; y Mención en el Concurso de Literatura de la revista El Malpensante. Ha publicado los poemarios: Solos de retruécano y La sal de los hoteles.
Uno de los últimos fines de semana, antes de que comenzáramos a morirnos, las enfermedades tomaron un día de asueto y nosotros decidimos hacer una fiesta para celebrar que aún podíamos hacerlas. Cada uno tomó sus precauciones y un poco de vino hasta bien entrado el amanecer, como Cenicientas que compraron un lapso extra de ajeno jolgorio. Siempre era posible que cada celebración fuera la última.
En algún momento Zapata, que no era un amigo sino alguien que llegó tarde con un cuento nuevo cuando los nuestros apestaban a cadáver, me habló sobre la casa que construyó a la orilla del mar, en los alrededores de un caserío de negros, en una región no contaminada por los blancos donde la tierra se conseguía “a huevo”, eso dijo. Yo me pregunté si también las gallinas eran baratas, por aquello de que entre el huevo y la gallina existe una relación de incierta causalidad. Es la filosofía, que no se cansa de hacer dudar a los hombres. Entonces, abrazado por su voz, el tiempo de la fiesta se convirtió en el tiempo que Zapata pasó por esos rumbos, y mientras mis viejos amigos bebían y bailaban en el salón del hogar geriátrico, yo era un protagonista silencioso, un árbol, me gusta este ejemplo, de la geografía de su historia.
Hacía algún tiempo, Zapata y unos amigos habían comprado una tierra a los negros raizales de una bahía que ignoran los mapas, al norte. Y allí construyeron un barrio, imitando la arquitectura de los nativos para que la vida pensara que eran iguales, sobre las estribaciones de una colina, a poca distancia de la playa donde se asentaba el caserío de los pescadores. Allí había ocurrido la historia que iba a contarme.
Saliendo de su cabaña hacia la izquierda, por el camino que linda con el palo de aguacates en cuyas frutas da el sol y convierte el aire en una mirada de ojos muy verdes, tras veinte minutos de matar zancudos se llegaba a la casa de don Menox. Dijo Zapata que él lo llamaba así a pesar de que los demás lo llamaban don Max, porque el pobre estaba tan cojo, tan averiado de la columna, tan aferrado a sus muletas y tan torcido del paso que no tenía nada de Max, sino todo de Menox. Don Max entendió el sentido cariñoso del apodo, no opuso resistencia, y entre ellos siguió llamándose don Menox hasta que san Juan agachó el dedo, lo cual no tardó en suceder.
Parapléjico, adinerado, con gran corazón y fuerza de voluntad, Don Menox iba todos los días en cuatro pies, dos suyos y dos de sus muletas, destartalado y vencido como un carromato en su último viaje, al caserío de los nativos a colaborar con su dinero en la solución de cualquier necesidad o inconveniente que tuvieran; visitaba también las casas de los blancos y compartía las noticias de la civilización (tenía una antena poderosa que lo comunicaba con los Estados Unidos); repartía el correo que llegaba en su helicóptero y hablaba con todos en tono risueño. Era muy apreciado. Pagaba el sueldo del médico, las operaciones de los enfermos que había que sacar a la capital y los remedios que hicieran falta. Era como dios, dijo Zapata. Así, torcido como un resquemor y con una botella de aguardiente en su mochila, visitaba a sus vecinos, tomaba tinto en cada casa, compartía su aguardiente, resolvía la necesidad y se iba dando tumbos a la siguiente vivienda, todos los días.
Cuando don Menox llegaba a mi casa, dijo Zapata, yo sacaba la mesa de centro al zaguán, acomodaba dos asientos, organizaba unos platos con mango y coco picados, ponía tangos en la grabadora y sacaba mi whisky. Él sacaba su aguardiente y nos poníamos a hablar. Jamás quiso beber de mi trago: siempre decía que él sólo iba a tomar whisky el día de su muerte, lo cual yo no entendía pero me importaba más o menos un culo. Tampoco aceptó nunca dormir en mi casa. De repente desaparecía pero yo no me preocupaba pues sabía que todos lo cuidaban. Lo querían tanto, dijo Zapata rascándose la nuca y mirando por la ventana del salón donde mis amigos emborrachaban a las enfermeras con dudosa intención, que todavía por ahí andan unos negros buscándome pa’ matarme pues yo le hice algo malo a don Menox. Todo porque fui el último que lo vio vivo y, según ellos, lo envenené con mi whisky, ¡cabrones de mierda!
Un atardecer, como hacia las seis y media, llegó don Menox a mi casa. Yo ya me había tomado media de yoniwoquer y estaba más prendido que un remiendo. Se notaba deprimido (aunque con tanta depresión en el cuerpo era difícil verle las del alma). Se acomodó en un asiento, callado como un sobre sin carta, y se puso a beber como loco. Nunca dijo nada. Yo me emborraché y me quedé dormido. Cuando me desperté eran como las nueve de la mañana del día siguiente, y por la oscuridad y los golpes de ola contra el arrecife se sabía que anoche había llovido y el mar estaba alevoso. Con dolor de cabeza y matado del cuerpo, me puse a hacer por ahí unas cuentas que no representaban mucho sacrificio. Cuando quise tomarme el primer trago busqué mi botella de whisky: era la única que me quedaba y, según recordaba, estaba por la mitad; pero no la encontré. Le di vuelta a la casa, y cuando me convencí que había desaparecido me fumé un mariguano y me acosté a dormir, porque no había más remedio.
Al otro día por la mañana vino un negro a buscarme: quería que yo viera a don Max antes de su entierro. ¿Su entierro?, pregunté. Sí, es que don Max se ahogó antenoche cuando salió de su casa; se echó al mar y no pudimos salvarlo. Estuvo perdido todo el día de ayer pero acaba de volver para el entierro. Tiene algo en la mano y nosotros queremos que usted se lo quite. El hombre me miraba con rabia, y yo comencé a sospechar que el dedo de San Juan empezaba a agacharse y mi estancia en ese paraíso terminaba.
Al llegar a la playa encontré que don Max estaba más Menox que nunca. Rodeado de flores perfumadas y comida, vestido de blanco, lo habían colocado en una plataforma de palos secos untados de petróleo que iban a subir sobre unos zancos enterrados unos metros dentro del mar, a una altura tal que cuando subiera la marea y su cuerpo estuviera quemado, sus cenizas se iban a ir con las olas. En la mano, entre sus dedos amarillos, apretaba mi botella de whisky vacía. Yo se la quité mientras las mujeres cantaban una cosa que a mí me sonó amenazante, aunque yo no entendía su dialecto.
Trece noches iba a durar su velorio. La séptima noche, mientras todos lloraban, bebían aguardiente y cantaban una cosa parecida al jazz, yo aproveché un descuido y me escapé pa’salvar el pellejo. Al alba del día catorce yo iba a morir, me lo contó años después un antropólogo que sabe sus costumbres, y mi cuerpo iba a ser quemado con aguardiente, en honor a don Menox.
Todavía andan buscándome, dijo Zapata, señalando una noche muy negra, más allá del final de nuestra fiesta, que podía ser la última.
CARTAS DE LOS LECTORES
MARTHA CECILIA RIVERA. Notable el fragmento de la novela Fantasmas para noches largas de Martha Cecilia Rivera. Al leer el texto en Con-Fabulación, me sorprendió su poder narrativo, su buen ritmo y su capacidad descriptiva llena de color y de intimismo, cualidades casi inexistentes en la nueva novela colombiana entregada a la usura comercial. ¿Dónde puedo conseguirla? Vicente Silva
Respuesta: Ya está distribuida en las principales librerías de Colombia. La tendremos con los demás libros de Los Conjurados en el Pabellón 3, Stand 133, de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, que comienza el 28 de abril.
* * *
FABIO MARTÍNEZ. Felicito al escritor Martínez por su intensa actividad cultural. Leo sus columnas, he leído también alguna de sus novelas (Balboa) y me interesa su última publicación El desmemoriado. Saludos, Alejandro Manrique.
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OTROS OJOS DE CAMILA CHARRY. Un abrazo para la poeta a quien sigo en Con-Fabulación. Creo como dice Adalber Salas que ella emprende en Otros ojos: “observarse con una mirada ajena, extrañada, que le permita entender su calidad de ser humano desde lo animal –no por oposición, sino hallando un común acuerdo, una especie de tierra común”. Felicitaciones. Francisco Dueñas
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¿Y DÓNDE ESTÁ EL AVIÓN? Ya no debemos preguntar por el piloto como en la serie de películas de los años ochenta, sino dónde está el avión. No deja de asombrar que se pierda un jumbo como si fuese un alfiler y que ni las emisiones de la caja negra sean escuchadas en esta era que presume de su alta tecnología. ¿Será que entró a la cuarta dimensión? Amanda Fernández
* * *
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