Edicion 2330 16Abr2014
Presidente boliviano presenta Memoria ante CIJ contra Chile. Rodríguez Elizondo rescata la vecindad con Perú.
Evo Marcha a La Haya
Evo Morales en Holanda. Der.: Rodríguez Elizondo en Santiago.
El presidente de Bolivia, Evo Morales, presentó el martes último ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya la memoria marítima contra Chile. Pocos días antes, en Santiago, el analista chileno José Rodríguez Elizondo, citó a Conrado Ríos Gallardo, negociador chileno del Tratado chileno-peruano de 1929, quien cuando supo, en 1950, “que los gobiernos de Chile y Bolivia negociaban una cesión de soberanía con base a un “corredor” ariqueño, sin previo acuerdo del Perú, hizo una clara advertencia geopolítica: “Sobre la frontera chileno-peruana no existían nubes y es posible que hoy las haya … creamos un precedente que nadie sabe a dónde nos puede conducir en el porvenir”. “En otras palabras”, opinó el excanciller peruano, José Antonio García Belaunde, “Rodríguez Elizondo sostiene la tesis de que la vecindad con el Perú no puede ser cambiada con la presencia boliviana como cuña entre ambos países”. Rodríguez Elizondo fue incorporado a la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, el viernes 11 pasado. Su discurso fue un vibrante alegato (ver www.caretas.com) para superar los prejuicios e ideologías nacionalistas chilenos que “han contribuido, por más de un siglo a momificar los antagonismos, a bloquear las posibilidades de un desarrollo en cooperación y encerrarnos en el “efecto espejo””, con el Perú.
José Rodriguez Elizondo se incorporó a la Academia Chilena de la Ciencias Sociales, Políticas y Morales el 10 de abril.
Chile después de La Haya. El Arte de la Diplomacia.
Chile después de La Haya. El Arte de la Diplomacia.
Rodríguez Elizondo siendo incorporado a la Academia por el presidente José Luis Cea.
En su discurso magistral ante la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales, José Rodríguez Elizondo se define como "un extremista de centro" y alude con elocuencia a sus años formativos en CARETAS en el periodismo y a la histórica sentencia de la Corte Internacional de La Haya que zanjó el contencioso marítimo entre el Perú y Chile el 27 de enero pasado.
Recibí la elección de esta ilustre Academia con alegría y gratitud. También con emoción, cuando el Presidente José Luis Cea me dijo que ocuparía el sillón N°7.
No fue nada vinculado con la numerología, sino con el primer dueño de este mueble simbólico: mi maestro, siempre jefe y respetado amigo Enrique Silva Cimma.
No pude evitar el recuerdo: Fue una tarde de hace más de medio siglo. Yo, veinteañero, recién recibido de abogado y convocado por don Enrique a su oficina de Contralor General. No era por un tema del servicio, sino de la cátedra (yo era su ayudante en Derecho Administrativo).
Me lo dijo con su sonrisa bondadosa, como para no asustarme: Quiero, Pepe, que usted vaya en mi representación a las Jornadas de Montevideo”. Se trataba de las primeras (o segundas) Jornadas de Derecho Público Comparado Chileno-Uruguayas y los expositores del país vecino eran eminencias jurídicas. Entre ellos, Eduardo Jiménez de Aréchaga y Enrique Sayagués Laso.
Fue como si a un futbolista aficionado lo convocaran, de sopetón, para defender “la roja” esforzada contra “la celeste” gloriosa. Me sentí tan abrumado que no recuerdo cómo respondí. Algo relativo a la asimetría con esos monstruos, seguro. Sí recuerdo que, al despedirme, don Enrique me dijo: “No se preocupe, Pepe, que lo van a recibir muy bien”.
Y así nomás fue.
Por eso, al incorporarme a esta Academia, selección de chilenos ilustres, tras las cálidas palabras de su Presidente… es como si escuchara de nuevo a mi viejo maestro. Desde el lugar que le asignó Dios o su Gran Arquitecto del Universo, me está diciendo lo mismo que ayer:
“No se preocupe, Pepe, que lo van a recibir muy bien”.
Sobre esa base, apelo a la benevolencia de ustedes para hacer una advertencia.
Me comprometí a exponer, en este acto, sobre la relación que existe o existiría entre el Derecho, el Periodismo y la Diplomacia.
Confieso que, tras darle muchas vueltas, no pude imaginar una exposición con hipótesis, tesis y conclusiones. No me motivaba la idea de propinarles una conferencia erudita, tras una investigación express.
Pronto descubrí el meollo de mi dificultad: En rigor, no se trataba de exponer las relaciones teóricas y prácticas sobre esas tres actividades, sino de compartir una experiencia de vida que las integraba.
Entonces, el mágico Jorge Luis Borges vino a sacarme del apuro. Dudoso, alguna vez, sobre cómo dirigirse a sus lectores, él había llegado a la siguiente conclusión:
"Hay que dejar a los temas que elijan, pues cada tema sabe si quiere ser escrito en verso libre, en una forma clásica o en prosa".
Con el permiso de ustedes opté por hacerle caso. Mi tema elije ser narrado en primera persona del singular.
Porque, parafraseando al evangelista, en mi principio fue el Derecho. Pero no el Derecho del abogado litigante, asesor de empresas o juez dictaminador. Mi paradigma era el académico e investigador interdisciplinario (quizás hoy diríamos, el jurista humanista o el jurista sin fines de lucro).
No veía al Derecho como una ciencia unívoca ni como un ente metafísico, sino como un bien instrumental. “Nada en la naturaleza del orden jurídico convierte al Derecho en un fin en sí”, me había enseñado Jorge Millas, otro maestro ilustre de mi Facultad.
Lo veía como fruto de la cultura humana, para contribuir a la realización de valores fundamentales. Entre ellos, la democracia real, la paz y la seguridad internacionales.
En esa línea, escribí sobre la posibilidad y límites del Derecho en el control de la Administración y en el desarrollo sociopolítico de Chile.
En eso estaba, cuando una visita a Vietnam en guerra, me hundió en una realidad a la cual no suelen llegar las teorías. En 1965, invitado a participar en una comisión investigadora, integrada por juristas de distintos países, viví esa experiencia que marcó a la humanidad.
Volví a ese teatro de operaciones en 1967, participé en encuentros internacionales sobre el tema y todo ello me permitió entender, sin intermediarios, la esencia del fenómeno: Las guerras nunca se ganan del todo. A la larga, todas se pierden.
Son un salto hacia el horror que deja al desnudo la precariedad de las ideologías, las limitaciones del Derecho, la impotencia de la Diplomacia, la liberación de la Fuerza y la vulnerabilidad de los ciudadanos.
Son la verdad de Goya: “el sueño de la razón produce monstruos”. Monstruos grandes que pisan fuerte, como dice la canción.
Así aprendí que hay un momento, en los conflictos, cuando lo decisivo no es definir quién tiene la razón jurídica, sino cómo impedir o desviar un curso de colisión.
De aquello no surgió un texto jurídico, sino muchos textos periodísticos y un libro reportaje. Uno que, dicho sea de paso, sufrió de inmediato el impacto de la época. De la guerra fría: Impreso en Buenos Aires, la mitad de la edición fue destruída por la dictadura militar de Juan Carlos Onganía.
Vista por el retrovisor, la guerra fría fue un catalizador muy potente.
En mi sinopsis personal, me llevó desde “la circunstancia” distanciada de Ortega al “compromiso existencial” de Sartre.
Un proceso que se recicló con la poesía militante de Neruda, el impacto de la revolución cubana, el espanto de Vietnam, el mayo francés de 1968… y me condujo, era inevitable, al estudio de Karl Marx, Friedrich Engels y Vladimir Lenin
Entonces escribí de todo y sobre casi todo: viabilidad de la revolución chilena en el marco del Derecho. Política internacional con buenos y malos. Poesía, narrativa y ensayo “comprometidos”. Crítica de cine y teatro con mirada “progresista”.
Tal vez sea consuelo de tontos pero, como escribiera recientemente el gran escritor argentino Marcos Aguinis, millones de latinoamericanos sosteníamos la utopía “con juvenil esperanza”
La negociación nos sonaba como una mala palabra, soslayábamos la complejidad de lo real, la democracia representativa nos parecía sólo “formal” y no percibíamos el equilibrio inestable de las libertades.
Creíamos conocer todas las preguntas, creíamos tener todas las respuestas y pensábamos que era urgente comunicárselo a nuestros paisanos.
Obviamente, ignorábamos que Adam Smith estaba en el ADN de Marx y asegurábamos que el marxismo era una ciencia: “la doctrina de Marx es todopoderosa porque es exacta”, había dicho Lenin.
No sospechábamos que, a partir de Stalin, se había convertido en una religión sustituta, con dioses, demonios, profetas, dogmas, mártires y herejes.
Es que nos faltaba conocer esa bella ironía andaluza: "Si no creo en la religión verdadera, menos creo en las otras”.
Así fue como, después de la trágica interrupción de nuestra democracia y con buenos motivos para exiliarme (recibí la inquietante noticia de mi muerte), terminé en la Alemania de Honecker.
Algunos dirán que fui consecuente y eso me suena piadoso. Prefiero decir la verdad: no encontré otro lugar donde sobrevivir.
Instalado en ese socialismo real y concreto, debí recordar una larga conversación de 1971, en París, con Artur London: combatiente internacionalista en la guerra civil española, prisionero en los campos de concentración de Hitler, vicecanciller checoslovaco y víctima emblemática del stalinismo.
Entonces London me regaló su célebre libro ‘La Confesión’. Un testimonio lacerante de cómo, tras haber expuesto su vida por las libertades, se había resignado a que los funcionarios de Stalin, pensaran por él.
Allí denunció cómo, abusando de esa disciplina militante y violando “los derechos más sagrados del hombre”, esos burócratas lo procesaron como traidor y luego lo condenaron a muerte en el famoso “proceso Slansky”.
En mi departamento de Lepzig yo quería recuperar ese libro para leerlo con nuevos ojos. Mientras, ponía distancia definitiva con los dogmas políticos y comenzaba a soñar el concepto de una democracia chilena escarmentada, transversal y reconciliada.
Terminé ese periplo –de tres años y un día, según mi jurídica esposa- con una fuga técnica. Esto es, no saltando muros, sino mediante una estrategia elaborada en secreto, con el apoyo fraterno de un diplomático peruano.
En manos amigas, en Leipzig y Berlín, quedaron cientos de recortes y fichas que no me arriesgué a transportar.
Tardaron años en llegarme, pero llegaron, como un milagro sencillo de la solidaridad.
Fueron las fuentes de mi libro ‘Crisis y renovación de las izquierdas’, que daría fiel testimonio de lo sucedido.
Se dice que en las guerras la primera baja es la verdad.
En la guerra fría eso se cumplió a costas del periodismo. La polarización global afectó sus códigos tradicionales y pude vivir la experiencia desde dos situaciones extremas: el Chile de los años 60-70 y la RDA.
Aquí -muchos lo recordamos con un escalofrío-, la noticia se hizo indistinguible de la militancia ideológica. Fue un arma arrojadiza y muchos periodistas se convirtieron en actores políticos.
En Alemania del Este, la noticia simplemente había dejado de existir. Los medios eran un instrumento más de la ideología oficial y nadie lo ignoraba. Un típico chiste alemán sobre el diario del partido ilustraba la situación: “Lea Neues Deutschland, cada día trae una fecha distinta”.
Por eso, fue una bendición que en mi segunda estación del exilio, en el Perú, yo pudiera recuperar el periodismo perdido y, además, ejercerlo.
Y no sólo como columnista esporádico, sino como miembro estable de esos equipos que buscan la noticia ortodoxa. Una entendida -según definición muy certera- como “algo que en alguna parte alguien quiere que no se sepa”.
Fue una secuencia de vocaciones, con la misma inspiración de desarrollo democrático, pero con distinta metodología.
En efecto, antes escudriñaba el Derecho para llegar a los hechos causales y debatir sus proyecciones en textos académicos. Ahora procesaba los hechos concretos para ponerlos al alcance de todos, en un ejercicio abierto de comunicación.
Si me permiten una digresión, eso se dice fácil.
Sin embargo, cambiar la forma de comunicar fue un proceso en sí. Comencé a captarlo cuando Enrique Zileri, legendario director de la revista CARETAS me dio su opinión sobre mis primeros trabajos:
- Muy informativo, Pepe, pero esto no es una oficina pública ni un centro académico. El periodismo es contar historias de manera sencilla. Escribir para que nos entienda el bodeguero de la esquina. Y hacerlo divertido, si se puede.
Quienes son abogados entenderán mejor lo que me quiso decir.
Es que uno salía de la Facultad contagiado con el estilo pulcro y super-redactado del Código Civil. Atiborrado de frases hechas, latinajos y muletillas: “Sine que non…”, “Prima facie”, “A mayor abundamiento”, “Si bien es cierto que…”
Tuve que desprenderme del pulquérrimo Andrés Bello y aprender a escribir suelto y “chasconeado”. Soltando las amarras del sentido del humor.
Haciendo ese camino al escribir, comprendí que el periodista está más cerca del relator judicial que del abogado de parte. Su función no es, no debe ser, ayudar a una oposición ni apoyar la agenda de un gobierno.
En ese rol, mi función fue integrarme al circuito de los investigadores de la verdad, los detectores del abuso y los defensores de la transparencia.
Fin de la digresión
En este segundo espacio me volqué a lo internacional. “Cubrí”-como se dice en la jerga del oficio- otras dos guerras, la de Centroamérica y la de las Malvinas /Falkland.
Entrevisté a premios Nobel estelares (inolvidables Paul Samuelson y Milton Friedman), a diversos jefes de Estado y al Secretario General de la ONU Javier Pérez de Cuéllar.
Busqué y reencontré a Artur London.
Tuve al frente a cancilleres, generales, escritores y líderes políticos. Entre los chilenos recuerdo a Enrique Silva, Gabriel Valdés, Radomiro Tomic, Jaime Castillo, Luis Maira, Anselmo Sule y Juan Somavía. También entrevisté al cardenal Raúl Silva Henríquez, Felipe Herrera y Jorge Edwards.
Incluso, gracias a las benditas complicidades universitarias, entrevisté a quien era, a la sazón, el canciller del régimen (la dictadura) que me había exiliado: Miguel Alex Schwitzer. Lo conocí como un estudiante muy inteligente, a quien tomaba sus controles de Derecho Administrativo.
De paso, el propio director de CARETAS puso el título de ese texto: “Entrevista insólita”, la llamó.
No sólo fue una oportunidad para interrogar a protagonistas de la Historia, en la línea de Oriana Fallacci. También fue un lugar privilegiado para palpar las texturas ocultas de la política internacional.
Entre otras cosas, aprendí que en ese espacio quienes saben tienden a callar y quienes no saben informan a los periodistas. También aprendí que hay más opciones que certezas.
Rescato el testimonio, coincidente, de dos de mis entrevistados.
Paul Samuelson, aludiendo a Milton Friedman, me dijo: “Dios le dio una mente rápida y todo lo demás, pero le rehusó un don: el don del ‘quizás’”,
Artur London me dijo, aludiendo a su pasado: “Nuestra fe incondicional nos había hecho perder la cualidad humana más importante: la duda”
El periodismo –con base en la revista CARETAS y el canal 9 de televisión- fue una oportunidad excepcional para conocer al liderazgo político, las élites sociales y, sobre todo, la grata sociabilidad limeña.
Si pudiera sintetizar esa vivencia, diría que los chilenos somos culpables de ignorancia enorme respecto a la historia y la cultura del Perú. Y no es excusa si sucede algo similar a la inversa.
Sólo para ejemplificar, en nuestra historiografía mayor existe una frase que he visto repetida… pero nunca rebatida. Dice que Chile ganó la guerra del Pacífico “por la superioridad de su raza y de su historia”.
Es una jactancia torpe y extravagante.
A mayor abundamiento, como decimos los abogados, es una zancadilla al legado del poeta fundacional: “No es el vencedor más estimado / de aquello en que el vencido es reputado”, cantó don Alonso de Ercilla, como señal de respeto a Caupolicán, Lautaro y los suyos.
Ese talante nuestro hiere, tontamente, a un país con culturas y civilizaciones milenarias y no sólo bloquea la simpatía mutua: ha contribuído, por más de un siglo, a momificar los antagonismos, a bloquear las posibilidades de un desarrollo en cooperación y a encerrarnos en el “efecto espejo”:
Tendemos a ver en los peruanos el reflejo de nuestros prejuicios e inseguridades de posguerra. Juramos que sólo piensan en la revancha.
Los peruanos, de vuelta, tienden a vernos como expansionistas irreductibles y juran que pretendemos tutelarlos.
Es el mecanismo de las profecías autocumplidas: erigen una barrera de desconfianzas que nos hace circular entre la tensión, el conflicto, el curso de colisión y la distensión.
El reciente contencioso por la frontera marítima se inscribió en ese circuito cerrado.
Tuvo momentos muy graves, que unos no advirtieron y otros no quisieron advertir.
Lejos estuvo de ser un tema “estrictamente jurídico”, como acordamos mentirnos a dúo.
Por eso, creo que mis vivencias peruanas configuran “un caso a contramano”:
El de un chileno inmerso en una otredad esquiva, que disfruta de una sociabilidad ignorada y ejerce, con amplia libertad, una actividad pública de contenido estratégico.
En dicho hábitat, este chileno mantuvo un diálogo muy franco con peruanos eminentes. Periodistas, escritores, líderes políticos, artistas, diplomáticos y militares.
En ese diálogo no hubo ninguna inducción a la tibieza en las lealtades nacionales. Tampoco esa opacidad que un diplomático británico, Harold Nicolson, definiera, irónico, como “la bella tradición de cautela”
En resumidas cuentas, esa realidad tras el espejo me permitió entender hasta qué punto los historiadores pueden atornillar al revés, a falta de una estrategia de Estado.
Si el Derecho fue mi credencial para el Periodismo, éste fue mi pasaporte para la Diplomacia.
En síntesis vertiginosa, en 1986 la ONU me reclutó como primer director de su Centro de Información para España. Representante, in situ, del Secretario General.
A inicios de nuestra transición pasaron por Madrid el Presidente Patricio Aylwin y Enrique Silva Cimma, ahora como canciller. Mi viejo maestro me invitó a volver a Chile como Director de Cultura de la Cancillería. Luego, en 1997, el Presidente Eduardo Frei me designó embajador en Israel.
Fue mi tercera gran secuencia vocacional y una nueva etapa de aprendizaje.
El principal fue vivir el delicado equilibrio entre el carácter público que debe tener la política exterior de una democracia, el carácter secreto que suelen tener las actuaciones de las Cancillerías… y la obligación de los buenos periodistas de informar sin concesiones al chauvinismo y sorteando las trampas del secretismo.
Gracias a esa experiencia pude asomarme a los entresijos de grandes modelos politológicos y decodificar decisiones importantes de la política internacional.
España me mostró los antecedentes y condicionantes de su transición democrática, las especificidades de sus autonomías y la fragilidad oculta de su monarquía.
Conocí actores tan principales como el Rey Juan Carlos, en su etapa de auge; el carismático –y recién fallecido- Adolfo Suárez, arquitecto de ese proceso modélico; su cultísimo y breve sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo; la brillante dupla Felipe González-Alfonso Guerra; Santiago Carrillo, en el retiro de la sabiduría; Jorge Semprún, Ministro de Cultura de González, cuyos fascinantes libros comenzaba a leer.
También percibí la irracionalidad contagiosa del terrorismo y la tentación de los gobiernos democráticos de “defenderse en las cloacas”, según polémica frase de Semprún.
Me asomé a esa especie de ideología de la corrupción, que genera la tendencia al clientelismo y al autoprivilegio de la clase política. Un producto del afán de eludir, para siempre, el mundo del trabajo real y vivir con cargo al presupuesto del Estado.
Entonces comprendí, mejor que nunca, las virtudes de la transparencia, de la alternancia democrática y del periodismo que no se deja seducir ni amedrentar.
Fue la época en que insurgió un proyecto que aún tengo como asignatura pendiente: tras mi ‘Crisis y renovación de las izquierdass’, me prometí escribir sobre la crisis de las izquierdas renovadas. Para implementarlo, comencé a leer a Karl Popper, Zbignew Brzezinski, Eric Hobswaum y Raymond Aron.
Israel , por su parte, equivalió a un doctorado doble o triple. En su pequeño territorio concentraba todos los conflictos de la política, la geopolítica, la religión, la diplomacia, la estrategia, el terrorismo, la guerra y la paz.
El empirismo de su política comprendía la estrategia y dominaba la acción diplomática. Las normas religiosas, en las zonas grises, pesaban más que cualquier norma jurídica.
Allí nunca escuché invocar el Derecho Internacional como factor dirimente. En su reemplazo, había un aforismo funcional: “cuando estás ante un callejón sin salida, la única salida está en el callejón”.
Allí entendí mejor al jurista y diplomático francés Jules Cambon, cuando advertía –en un libro clásico- contra “la ilusión de creer que no existen más derechos para las naciones que aquellos que los tratados les confieren”.
Allí estuve cuando llegó Juan Pablo II, para afirmar su mayor milagro político: la reconciliación entre católicos y judíos.
Allí escuché en directo a Shimon Peres, explicar cómo un Estado palestino consensuado podía ser una garantía de seguridad para Israel. También escuché a Ariel Sharon, recién designado canciller, explicar por qué jamás daría la mano a Yasser Arafat.
Allí Yasser Arafat me mostró lo intrínseco de su ambigüedad. Había manifestado interés en visitar Chile, sede de la comunidad palestina más numerosa de la región. Nuestro gobierno había manifestado interés en invitarlo… pero, tras citarme a Jericó para conversar sobre el tema, fue imposible hacerlo concretar una fecha. Ni siquiera una estación del año.
Y una nota llamativa sobre la centralidad de Israel: en mi casa de Herzlia Pituach escuché el nombre de Osama Bin Laden por primera vez. Para Shlomo Ben Ami, a la sazón Ministro de Seguridad Pública, era un importante magnate saudí que colaboraba con Hamas.
En mi paso por el funcionariado internacional y la Diplomacia acumulé siete percepciones macro.
La primera es que la Geopolítica también existe.
Por cierto, ha sido la excusa de genocidas en busca de “espacio vital”, como Hitler. Según el expansionista Napoleón, dictaba “la política de las naciones”. Hoy aparece prolijamente aplicada en la crisis de Crimea
Pero, en tiempos de paz, es un corpus que deben conocer y manejar los estadistas para, por ejemplo: conocer las vulnerabilidades estratégicas propias, mantener actualizado un cuadro de amistades o enemistades posibles y privilegiar el desarrollo de los espacios fronterizos.
Conrado Ríos Gallardo, negociador chileno del Tratado chileno-peruano de 1929, lo sabía y lo advirtió. En 1950, cuando supo que los gobiernos de Chile y Bolivia negociaban una cesión de soberanía con base en un “corredor” ariqueño, sin previo acuerdo del Perú, hizo una clara advertencia geopolítica:
“Sobre la frontera chileno-peruana no existían nubes y es posible que hoy las haya (…) creamos un precedente que nadie sabe a dónde nos puede conducir en el porvenir”.
La segunda percepción es, en rigor, una constante histórica: cuando el derecho sobre espacios soberanos de un Estado es discutido por otro Estado, lo que hay es un conflicto de poderes y no un debate sobre hermenéutica de los tratados.
Por eso, dado que el Derecho Internacional carece de plenitud –no tiene imperio-, la solución pacífica más directa y rápida es la negociación. Es un factor de la esencia de la diplomacia y tiene como válvula de seguridad la disuasión defensiva.
Como sintetizara Luciano Tomassini (Q.E.P.D.), uno de nuestros más preclaros internacionalistas: “la diplomacia ha oscilado siempre entre el derecho y el uso de la fuerza, con una instancia intermedia que es la negociación”.
La tercera percepción es que nuestra diplomacia no se ha movido bien en esa dinámica: Ha manejado nuestros conflictos vecinales como si en un estanco estuviera el derecho y en otro una diplomacia mutilada. Sin capacidad de negociación.
La explicación, sin fuente doctrinal conocida, es que no cabe negociar temas de soberanía, cuando ésta tiene un respaldo jurídico claro… aunque sea la claridad de ese respaldo, precisamente, la que se cuestiona.
Es lo que se conoce, desde Aristóteles, como “petición de principios”.
La mala noticia es que ese razonamiento circular tiene dos alternativas insatisfactorias: por un lado abre espacio a la fuerza. Por otro, induce el desasimiento del Estado, para que jueces internacionales definan el conflicto.
Y la experiencia nos dice que un fallo judicial puede afectar a nuestra soberanía, tanto o más que cualquier negociación.
La cuarta percepción, vinculada con la anterior, dice que los chilenos hemos hipostasiado el concepto de los “tratados intangibles”.
Haciéndolo, fuimos más allá del pacta sunt servanda y soslayamos tres cosas: Una, que ningún texto humano es intangible, excepto los que reflejan la palabra divina y sólo para los creyentes.
Otra, que los tratados fronterizos suelen derivar de “hechos de dominación”.
La Tercera, que esos hechos sí son reversibles, pues el derecho no tiene una norma de clausura para el tiempo histórico.
Por lo señalado, los tratados intangibles poco tienen que ver con “el estricto Derecho”. Son, más bien, el soporte de una ideología del statu quo .
La quinta percepción es que una diplomacia juridizada se convierte en diplomacia residual.
Es decir, opera sólo para temas políticos de baja intensidad y tiende a concentrarse en los temas económicos.
Desde esta perspectiva, es un retorno al pasado del arte.
En tiempos de Luis XIV, Francois de Calliéres ya advirtió contra el ethos jurídico en la política exterior: “la formación de un abogado inculca hábitos y disposiciones intelectuales que no son favorables en la práctica de la diplomacia”.
Añadió que “la diplomacia es una profesión que merece la misma preparación y atención que los hombres dan a otras profesiones conocidas”.
La sexta percepción es que análisis de ese tipo suelen entenderse, por algunos funcionarios, como un maltrato –obviamente injusto- a la diplomacia chilena realmente existente.
Es como si uno negara la existencia y preexistencia de excelentes y/o brillantes diplomáticos chilenos.
Es una mala lectura por dos razones. Primera, porque identifica una advertencia sobre una debilidad estructural del Estado con una crítica al funcionariado coyuntural. Segunda, porque no asume que el silencio crítico es funcional a la mantención del problema de fondo: la falta de voluntad política, al interior del Estado, para construir una Cancillería potenciada, modernizada y altamente competitiva.
De aquí proviene la séptima percepción, que es la de clausura:
Los Estados que desarrollan y potencian la profesionalidad de su Diplomacia tienen una ventaja estratégica sobre los Estados que mantienen una Diplomacia empírica o de administración.
Dicho de manera más cruda: En casos de conflicto internacional, la excelencia de las diplomacias es un factor tan importante como la excelencia de las Fuerzas Armadas,
A esta altura, debe parecer evidente que mi integración del Derecho, el Periodismo y la Diplomacia fue hechura de la vida y no fruto de una planificación central.
El Derecho fue una excelente plataforma académica para abordar el periodismo especializado.
Y ambas destrezas me permitieron ingresar y salir de la Diplomacia por la puerta. Sin el estigma de los “ventaneros”.
Hoy trato de volcar lo aprendido en las nuevas generaciones, en mi Facultad, hablando lo más claro que es dable hablar.
Lo digo así porque –no puedo soslayarlo- mis libros y yo hemos tenido algunas experiencias duras en el campo de la libre expresión.
Uno, como ya conté, fue guillotinado en Buenos Aires. Otro me costó el retiro de una oferta de trabajo. Un tercer libro me costó la no renovación de un excelente contrato de trabajo. Algunos me sometieron a la pésima costumbre de matar al mensajero. El último me trajo el reproche de buenos amigos diplomáticos, que se sintieron lesionados, más por el impacto de la letra impresa que por sus verdades.
No me quejo, pues son los gajes de ejercer el pensamiento crítico.
Popper cuenta en su autobiografía intelectual que, escamado por problemas de ese tipo, se esmeraba en decir cosas “inaceptables” cuando lo invitaban a hablar: “Creo que el desafío es la única excusa que existe para dar una conferencia”, confesó.
Yo hace rato que no llego a tanto. Y tampoco creo que uno deba ir por la vida desafiando audiencias.
Pero, si ya no digo cosas inaceptables, de vez en cuando suelto cosas inescuchables.
La última que recuerde fue haber sostenido, en conferencias y textos, que nuestra frontera marítima con el Perú estaba fijada por un complejo normativo y fáctico que comprendía declaraciones presidenciales, tratados, obras públicas, costumbre, actos de ejecución y otros.
Lo dije así, porque nunca descubrí algo que me pareciera un tratado expreso y nominativo en esa materia.
Si alguien importante me escuchó, nunca lo supe. Pero, años después, los jueces de la Haya dijeron algo demasiado parecido: para ellos la frontera marítima existía, pero era tácita.
El tema pasó, entonces, de la inexistencia en el debate chileno, al estatus de verdad judicial para el mundo.
Por eso, creo que el reciente fallo en La Haya debe marcar un antes y un después respecto a cómo tratamos en Chile los temas delicados.
Para afirmar esa creencia y para que esto luzca como una conferencia ortodoxa (aunque sea al final), quiero plantear cinco presuntas conclusiones,
- El Derecho y el Periodismo no sólo contienen profesiones socialmente importantes. Además, son un plus para la Diplomacia, a condición de que ésta también se configure como una profesión en sí.
- Una Cancillería profesionalizada y moderna debe manejar los tiempos del Derecho, la Diplomacia, la Disuasión y la Información según los criterios políticos del Estado democrático.
- Es imposible hablar de “estricto derecho” en el ámbito del Derecho Internacional, visto que esta rama jurídica no tiene imperio y los jueces internacionales se autoperciben como creadores de normas nuevas.
- En Chile hemos tenido brillantes diplomáticos, pero no una escuela diplomática que los cobije, proyecte y reproduzca.
- Construir esa escuela debe ser una prioridad estratégica de Estado
Termino este viaje asumiendo que aquí también pude haber dicho cosas inescuchables. Por demasiado tímidas, unas. Por demasiado atrevidas, otras.
Mi excusa es que no quise desperdiciar la oportunidad de decirlas ante un auditorio tan transversal e ilustrado como éste.
Ante amigos de izquierdas y derechas, civiles y militares, creyentes y agnósticos, árabes y judíos.
Ante jóvenes de todas las edades.
Un auditorio que, reunido bajo el abrigo de nuestra Academia, responde a los sueños de mi exilio en Leipzig.
Como el extremista de centro que soy, agradezco muchísimo vuestra presencia, vuestra paciencia y vuestra amistad.
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