PRO JUSTICIA.
LA LEY DEL GATILLO
Equipo Projusticia
La semana pasada, dos acontecimientos motivaron un fuerte debate público alrededor de una pregunta central: ¿En qué medida es válido matar a una persona en legítima defensa? Los casos de Luis Miguel Llanos y Gastón Mansilla han motivado al respecto una serie de respuestas que pueden ser analizadas desde diversos ángulos –moral, psicológica, jurídico, social-, pero han puesto también sobre el tapete la necesidad de una respuesta más consistente desde el lado del sistema de justicia.
Los dos casos son ya bien conocidos: por el lado de Llanos, éste disparó contra dos delincuentes que lo atacaron junto con su novia en Miraflores, matando a ambos; por su parte, Mansilla disparó contra un delincuente que lo atacó en el Centro de Lima. Cabe resaltar que, a pesar de que ello ha convertido a ambos en una suerte de héroes para muchas personas, los dos protagonistas de estos hechos tienen más bien una mirada negativa sobre lo ocurrido: ninguno se siente feliz por sus actos, lo consideran más bien una fatalidad, y ambos andan hoy temerosos de una represalia en su contra por parte de familiares o compañeros de los delincuentes asesinados.
Esta diferente perspectiva sobre lo ocurrido señala ya un punto apenas tocado en el debate reciente: matar a otra persona, así sea en legítima defensa, genera una carga psicológica tremenda para cualquiera que tenga sus valores bien puestos. Algo que se nos enseña desde pequeños es el derecho y el respeto a la vida, y es por ello que no andamos matando a otros por aquí y por allá por meras provocaciones. Asimismo, este es el motivo por el cual la entrega de un arma requiere de un perfil psicológico claro para quien la porte: no solo por cuándo puede usarla, sino también por los efectos que ello traerá sobre su psiquis individual, que puede llevar a algunos incluso hasta el suicidio.
Esta carga psicológica no se borra –es bueno aclararlo- por el hecho de que contra quien se dispare sea un delincuente o algún tipo de persona considerada indeseable. La idea de que disparar contra los malos no genera mayores problemas o incluso es mentalmente satisfactorio es algo que solo se puede encontrar en las películas de Hollywood, donde a mayor número de muertos mayores ganancias. Por el contrario, para muchas personas que han participado en enfrentamientos armados, superar el hecho de haber matado a otros es un proceso difícil y doloroso. Lamentablemente, esto es algo que no se suele reconocer en nuestro país, a pesar de haber vivido un largo proceso de guerra interna.
Precisamente, si algo ha vuelto a sacar este tema es esa cultura de muerte que aún permanece entre nosotros, cultura que ha pervertido y sigue pervirtiendo nuestra moral colectiva e individual. Una expresión de ello son los linchamientos a delincuentes, los que –según todas las encuestas- son aceptados por más del 60 por ciento de la población, a pesar de que constituye un exceso evidente y viola todo lo que es el debido proceso. ¿Qué puede esperarse entonces frente a alguien que también mata a un delincuente, esta vez de manera individual? La alternativa de matar a delincuentes como vía para acabar con la delincuencia constituye así una vía aceptada y legítima, dejando de lado la realidad de que la delincuencia no es solo un tema de personas sino un fenómeno social, económico y cultural, que no va a terminar por más muertos que dejemos regados por las calles.
Frente a ello, es necesario que el sistema de justicia tome una actitud más consistente y coherente frente a este tipo de hechos. Por un lado, sí es reprobable que –de manera ciega e irresponsable- se mande detener y encerrar a los involucrados a estos hechos junto con delincuentes que pueden tomar represalias contra ellos, ya que se está atentando contra la vida y seguridad de estas personas. Para ello existen alternativas como el arresto domiciliario o incluso el famoso grillete electrónico aún en evaluación, medidas que pueden ser aplicadas hasta que se haga la evaluación de estas personas y se tome una mejor decisión. Por otro lado, es evidente que se requiere con urgencia de una mayor previsibilidad acerca de la manera en que la justicia tratará este tipo de casos, lo que pasa por el tratamiento del mismo en un pleno jurisdiccional donde se pueda fijar criterios claros y precisos sobre lo que implica el principio de racionalidad de la defensa y los otros requisitos incluidos en esta figura. A su vez, ello requerirá que estos criterios sean debidamente difundidos, a fin de que las personas que porten armas puedan considerarlos al momento de usarlas contra terceros.
Lo que en todo caso debe quedar en claro –para la justicia y para la sociedad entera- es que la legítima defensa es una figura que debe mantenerse como excepcional, no como algo normal. De otro modo, estaremos permitiendo un sinnúmero de guerras o enfrentamientos armados privados que tendrán bajas tanto de uno como de otro lado –porque no solo son los buenos los que ganan y matan a los malos- desangrándonos como sociedad. La delincuencia es algo repudiable y es algo que debe ser combatida con toda la fuerza posible por parte del Estado, pero el objetivo debe ser permitir un mayor orden y desarrollo en vez de mayor violencia y muerte.
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