LA TELEVISIÓN MUESTRA UNA VISION PARCIAL DE HAITI
Por Joaquim Ibarz
Cualquiera que haya seguido la catástrofe de Haití tan sólo por las imágenes que han transmitido las cadenas de televisión de todo el mundo, habrá sacado una visión parcial, incluso deformada, de lo que ha pasado en la golpeada nación caribeña. Durante dos semanas, los telediarios y muchos periódicos, se han volcado en mostrar actos de violencia, saqueos donde no había nada que saquear, desórdenes en la entrega de ayuda, tiros al aire de la policía para disolver trifulcas ante camiones de reparto… La noticia no fueron los actos de pillaje -contadísimos y siempre en edificios ya derruidos- , ni las agresiones físicas -los únicos muertos han sido ladrones contra los que actuó el pueblo por ausencia de autoridad. Y aunque todas las vidas valen lo mismo, hay que resaltar el matiz.
Con excepciones, como los enviados de TV-3 y Antena-3, éste es el Haití distorsionado que han mostrado la mayoría de los medios, plegándose a cierto amarillismo, cebándose en lo trágico, sin enseñar la realidad de un pueblo que pide respeto, dignidad y trabajo. Ni una cadena, ni una agencia, se interesaron por la destrucción del Museo Nader, principal patrimonio cultural de Haití, que mostraba la mejor colección de pintura naïf del mundo. De 15.000 cuadros, apenas se rescataron 400.
Las televisiones no mienten, todo lo que muestran ha sucedido. Pero esos planos cerrados sólo enfocan una parte de lo que ocurre en Puerto Príncipe. Las imágenes maquillan que la inmensa mayoría del pueblo no se dedica al saqueo, que la gente esperó con paciencia infinita en míseros carpas que le llegara la ayuda humanitaria tras siete días de no recibir nada. “Ni me imagino algo así en Estados Unidos o en un país de Europa. Ya lo viví en Nueva Orleans con el Katrina. Aquello sí fue un vergonzoso sálvese quien pueda”, nos comenta José Ángel Abad, enviado de Antena-3 a Haití.
Por paradójico que parezca, en los días posteriores al seísmo Puerto Príncipe ha sido una de las ciudades más seguras del mundo. Incluso los barrios de Cité Soleil y La Saline, peligrosos en situación normal, se pueden visitar sin incidentes. Centenares de periodistas han recorrido en frágiles motocicletas, día y noche, calles atestadas de damnificados sin que nadie haya sufrido un intento de asalto, ni una muestra de hostilidad. En Caracas, y en la mayoría de las ciudades latinoamericanas, tras el atardecer a nadie se le ocurriría ir en moto ni a una manzana de su casa.
La flota ostentosa de centenares de modernos vehículos de la ONU circula en su burbuja de aire acondicionado sin que les echen en cara que los cascos azules desaparecieron cuando más los necesitaban. Nadie molesta a los funcionarios internacionales pese a no entender para qué sirve tanto 4x4.
En el semi derruido Hotel Villa Creole, feudo de muchos periodistas españoles, hemos dejado cámaras, dinero y teléfonos satelitales en cuartos que no cierran: a nadie le faltó un centavo. Los ordenadores permanecen sin vigilancia horas y horas en improvisadas mesas de trabajo mientras los reporteros recorren la ciudad. No desapareció ni un enchufe.
La gente pide trabajo al periodista pero no alarga la mano para demandar una limosna. A veces nos han rodeado implorando un empleo que no podíamos darles, lo hacían con angustia pero sin agresividad. A pesar del dolor infligido, el pueblo haitiano sigue vivo en las calles, esperando un trabajo –más que una dádiva- para seguir existiendo, para levantarse con la dignidad que les permite vivir pese a su desgraciada historia.
De las ruinas del terremoto emerge un pueblo noble, sufrido, de brillantes aportes en la pintura naïf, la música y las artesanías, que reivindica la raza negra, mantiene la cultura de sus ancestros y busca superar una historia de satrapías y racismo que hiere la dignidad humana.
El racismo contra Haití viene de lejos. Tomas Jefferson decía que desde Haití solo llegaban malos ejemplos. “Hay que confinar la peste en la propia isla", escribió el prócer estadounidense. No le perdonaban haber humillado en 1804 al poderoso ejército de Napoleón. Tras cruentas luchas, en las que los haitianos preferían quemar las ciudades y huir a los montes, el general francés Victor-Emmanuel Leclerc, cuñado de Napoleón, que comandaba un ejército de 58.000 soldados, sufrió denigrantes derrotas ante los insurgentes Toussaint Louverture y Jean Jacques Dessalines, que proclamaron la independencia y abolieron la esclavitud.
Durante más de dos siglos este castigado país ha sufrido el desprecio, la humillación, el saqueo y la ofensa racial de Europa y América. Es el Haití de hoy, lo que le han permitido ser. Un pueblo que escogió ser libre, y quizá por eso es pobre. Hoy día carece de Estado; su principal reto es construirlo y, sobre esa base, edificar las instituciones que su pueblo quiera darse.
FIN
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