EcuaYork
Boletín Cultural Electrónico # 130
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El país de las mil y una maravillas
Petronio Rafael Cevallos
Como un bienquerido querubín, acunado en los Andes y arrullado por el Pacífico, en predios orgullosamente sudamericanos, retoza alegremente el Ecuador, país de las mil y una maravillas, las mismas que empiezan con la geografía y no terminan... nunca. Tan prodigiosa es la geografía en esos lares que hasta las legendarias islas Galápagos pertenecen al Ecuador. No hay ecuatoriano que no las haya visitado; hasta los más pobres las conocen de memoria, palmo a palmo, como a la palma de la mano, con la que comen, lavan, agarran objetos y hacen otras cosas que no deben decirse. De igual manera, todos los ecuatorianos conocen al dedillo las otras tres regiones que integran la parte continental de su idolatrado territorio: Costa, Sierra y Oriente. Todo el mundo sabe que cada ecuatoriano se siente muy orgulloso de los nevados, los lagos, los ríos, los volcanes, las playas y las selvas de su patria. Es un exquisito placer oírlos hablar de la Santa Cruz, de la Isabela, del Chimborazo, del Cotopaxi, de su "lindo Quito de mi vida", de "Ambato, tierra de flores", del Río Guayas, de "Guayaquil de mis amores", de "Cuenca de mi Ecuador" o "la España que canta", y de tantos otros lugares privilegiados de la naturaleza, o fruto de la creatividad y el trabajo de los vástagos de ese fabuloso país.
Sin ir muy lejos, el vivo paradigma de lo predicho está personificado en los ecuatorianos oriundos de la provincia del Azuay, quienes, ante la pura euforia de sentirse ecuatorianos, hasta hablan cantando. Por tanto, no resultaría hiperbólico afirmar que, dentro y fuera del Ecuador, no debe existir ecuatoriano que —antes de entregarse a los brazos de Morfeo— no le agradezca al Todopoderoso por la increíble fortuna de haber nacido en un país tan, pero tan fuera de serie.
No obstante, comparada con la historia, la geografía de ese país enrojece de vergüenza. La historia es la que realmente convierte al Ecuador en un superdotado, en un auténtico supermán andino. Para empezar, sus orígenes se remontan al grandioso imperio de los incas, el Tahuantisuyo (que ocupaba casi toda la América del Sur). Al que sucederían, primero —con el advenimiento del dominio español— la Real Audiencia de Quito, y —después de la independencia— la Gran Colombia (integrada por lo que ahora es Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador y gran parte del nordeste peruano). Como puede verse, el Ecuador ha progresado, aunque su territorio se haya reducido considerablemente. Un país pequeño tiene sus ventajas, una de ellas es que puede administrarse mejor. Y en esto no hay quien supere a los ecuatorianos, quienes —por razón de su largueza y talento desbordantes— administran su pequeño país ciertamente —llevándose los dineros del mismo— a lo grande.
La historia política del Ecuador es simplemente impecable. Los gobiernos, por ejemplo, son los más honestos del planeta. Los políticos prefieren la cárcel o, lo que es peor, abandonar apresuradamente el país antes de ser tildados de corruptos. Los funcionarios públicos, comenzando por el presidente —así como los venerables diputados, los abnegados diplomáticos y las bizarras fuerzas armadas—, no cobran sueldos, se pagan sus propios viajes y hasta hacen cuantiosas donaciones al erario estatal; trabajan de sol a sol y de sombra a sombra, sólo por el placer de servir a la Patria (así con P mayúscula). Cuando terminan su período de funciones salen más pobres y envejecidos, y no forrados de billetes, rosadotes, ciruplastiqueados y llenos de vida, como en los otros países.
Además, los ecuatorianos tienen las mejores leyes del mundo, las que cumplen alegre y respetuosamente; jamás han experimentado problemas, menos aun conflictos sociales. Ricos (que son poquitos) y pobres (casi toditos) se llevan como buenos hermanos, y todo lo comparten muy equitativamente y sin chistar. ¿Regionalismo? Ni hablar, en el Ecuador no existe: Longuitos y monitos se adoran mutuamente. El racismo tampoco ni se conoce: Los indígenas, que son la mayoría (alrededor del cincuenta por ciento de la población), viven muy satisfechos en los páramos andinos, habitando en cómodas y modernas mansiones de barro y pajonal. Para demostrar lo bien que la pasan, bajan en bandadas a las ciudades donde duermen en las calles y mercados, felices de recibir limosnas, de alimentarse con desperdicios y de vestir harapos. ¿Qué les importa todo esto si forman parte integral de un país tan, pero tan maravilloso?
Los jubilados de esta wonderful banana republic, que se ha ganado el merecido apelativo de "La Florida de las Américas", se sienten tan dichosos y privilegiados que no pueden evitar salir masivamente a las calles a cantar y bailar, tan complacidos por tanta bienaventuranza que hasta se mueren del puro éxtasis. Asimismo, legendaria es la generosidad de la gallarda progenie del País de la Línea Imaginaria. Por ejemplo, lo que en Norteamérica y el resto del mundo se denomina "Dar el dedo"; o sea, extender el dedo corazón mientras el resto de lo dedos manuales se cierran, todo esto a guisa de insulto, para los ecuas no es suficiente. Para ellos es mejor "Dar yuca"; es decir, todo el antebrazo o el brazo completo, o incluso el cuerpo entero (la testa incluida), como irreprochable símbolo gestual de ecuatorianísimo repudio.
¿Corrupción, desocupación, insalubridad, desnutrición, delincuencia, prostitución, problemas de vivienda, devastación ambiental? Jamás en el Ecuador. Peor analfabetismo. Los ecuatorianos nacen hablando tan elocuentes como Velasco Ibarra, leyendo y escribiendo como legítimos hijos de... Juan Montalvo. En suma, no hay ecuatoriano inculto. Todos leen y escriben libros, aman las artes y las ciencias. Todos son eruditos y profesionales, nacen con títulos universitarios en todas las ramas del conocimiento. Y si por acaso haya algo que no sepan, no problem: Lo inventan.
Y es que en originalidad no hay nadie que supere a los ecuatorianos. Al invierno le llaman verano y, al verano, invierno. Al sucre, la moneda nacional —en honor del Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre—, ahora le dicen dólar — en honor a un héroe de los Estados Unidos, el general George Washington. A los héroes nacionales, como Rumiñahui, Montalvo, Alfaro, los han reducido a su verdadera estatura, y ahora figuran en la moneda fragmentaria, la que vale menos de un dólar; es decir, menos que un washington.
Aquí, en Nueva York, por ejemplo, son asiduos al teatro, los recitales de poesía y los conciertos. Si una sala de teatro está llena, dé por sentado de que está llena de ecuatorianos. Tanto los de allá como los de acá son ávidos lectores. Los ecuatorianos son los más grandes consumidores de libros. Prácticamente los devoran. Todos son escritores, científicos y artistas. Anualmente se entregan más de doce millones de premios Nóbel. Todos ellos exclusivamente para ecuatorianos. Y para qué mencionar el deporte; campeonatos del mundo, medallas olímpicas: Los ecuatorianos siempre barren con todo.
Los ecuatorianos, altruistas y ansiosos de compartir, salen por el mundo a pregonar su envidiable ventura. Por eso vienen a los Estados Unidos a cómo dé lugar: Como turistas, cruzando la frontera con México o Canadá; como polizontes en los barcos mercantes. Una vez aquí, inmediatamente se dedican por completo a difundir el evangelio de los evangelios: ¡El Ecuador existe, el Ecuador existe! Dios no es argentino, como se creía hasta hace poco, sino ecuatoriano y vive en Vilcabamba —paraíso de la longevidad— (tiene varias mujeres, un tropel de hijos, nietos, biznietos y tataranietos, bebe aguardiente de caña, fuma tabaco negro, blasfema como un estibador) y se siente tan feliz de ser ecuatoriano que no quiere morirse.
En esta Nueva York los ecuatorianos son modelo de civismo y solidaridad. Da gusto verlos cómo se organizan en incontables "instituciones" cuyo único fin es el desarrollo de la comunidad. La conducta, pública y privada, de estos seres superiores es sencillamente intachable. No saben de "malas palabras", peor de malos actos. Y cuando regresan a su patria, son recibidos con los brazos abiertos, como lo que son en realidad: Verdaderos héroes, sabios y santos.
Noble amigo lector, si usted no tiene la rara fortuna de ser ecuatoriano, por favor no se desespere. No se suicide. Resígnese por ahora. Aunque menos venturoso en esta vida, si usted le reza devota y diariamente al mencionado Señor de Vilcabamba —el único y verdadero Dios—, quizá tenga una remota esperanza —en alguna de sus futuras reencarnaciones— de gozar la gloria suprema de nacer, vivir y morir (¡aleluya, aleluya!) ecuatoriano.
Tomado de Un lugar bajo el Sol (ensayo)
Casa de la Cultura Ecuatoriana "Benjamín Carrión"
Núcleo del Chimborazo
Riobamba, Ecuador
© Copyright Copyright 2005, 2010: Petronio Rafael Cevallos
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