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DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIAL: Fabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo, Marcos Fabián Herrera, Maldoror. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).
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con el asunto “Retiro”
La Caza Invisible - Antología Personal
de Gabriel Arturo Castro
Publicamos a continuación el prólogo de la antología personal de Gabriel Arturo Castro, que bajo el hermoso título de La caza invisible, acaba de aparecer en la Colección Los Conjurados. Esta obra ilustrada por el artista mexicano Byron Gálvez recoge textos de los poemarios: Libro de alquimia y soledad (1992), Tras los versos de Job (2009), Pequeño mito del bosque (2012) y Día antes del tiempo (2013), de este importante poeta y ensayista colombiano radicado en Ibagué.
Por Rafael Aguirre
Ojalá el hombre del patíbulo no olvide
buscar mis monedas y navajas ocultas.
Gabriel Arturo Castro
Para hablar de la poesía de Gabriel Arturo Castro, es menester desdeñar todo lenguaje comercial o utilitarista destinado al consumo de lecturas livianas o de libros escritos por guisanderos del éxito y la felicidad. Son inevitables términos aparentemente despectivos para referirnos a una poesía ambigua, misteriosa, atemporal, laberíntica, hermética pero sobre todo rigurosa… Se trata de una poesía retadora que a muchos les podría causar pereza o miedo leer. Romper con estos pecados capitales de analfabetismo funcional, es el precio que deben pagar, tanto el autor como sus lectores, para sobreponerse a las estéticas modernas heridas por la trivialización de los gustos, la simplicidad de la vida, la falsedad del arte impuesto a partir del arbitrio oficial, el comercio y sus métodos caníbales de competencia. Ya lo expresaba Albert Beguin:
No se lee poesía porque se le tiene miedo. Porque la gran poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha, confortable que ya conocemos, sino un territorio que a veces el hombre ignora de sí mismo y donde surgen, a veces, sus más ricos instantes.
Decir poesía retadora en un país de poco lectores, es referirnos a la lectura como dificultad placentera, tropiezo que tiene como recompensa liberarnos de lo ornamental, lo común, lo explícito, lo telenovelesco, lo noticioso… Lo que se pierde de fácil digestión se gana en luminosidad, profundidad, misterio, sensibilidad y la paradoja no se deja esperar; si el poeta es un ser dotado de exacerbada capacidad de asombro, pero sobre todo con la inusitada virtud de hacer hablar en voz alta el inconsciente, se convierte en luz de faro, de luna y de sol justamente por lo que desborda de indeterminación, meditación, secreto y locura… A este respecto argumentaba Roberto Juarroz:
Hay quienes entienden que la suprema condición de ser, eso que nunca sabemos bien del todo en qué consiste, involucra la condición o la explicación de lo que ocurre. La poesía lo que hace es lo inverso: reforzar lo incomprensible […] Es en el misterio de lo que ignoramos donde está la dimensión de lo infinito, lo que nunca podría cubrirse del todo.
En un ambiente cultural racionalista, saturado de utilitarismo y filisteismo, podría ser escandaloso el término ambigüedad. El diccionario de la Real Academia nos informa que ambigüedad es calidad de ambiguo y ambiguo es aquello que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a duda, incertidumbre o confusión. Igual sucede con el término especulación y sus referencias al espejo. La ambigüedad y la especulación se convierten, justamente, en virtudes capitales de textos poéticos que impliquen una completud por parte del lector, para llegar a la almendra que explota en paradoja; la de convertir lo impreciso y reflexivo en iluminación. Por esta vía queda la sensación de que la poesía de Gabriel Arturo convierte al lector en otro artista.
A Castro es inútil preguntarle por el significado o sentido de sus poemas, los mismos que invitan a ser interiorizados más que pensados. Ellos, más que dar respuestas, se portan como una oración laica no dirigida a los dioses, por lo menos no en el sentido judaico-cristiano, ya que el hombre no implora paraísos, perdones o misericordias, sino al contrario, son los dioses quienes se dirigen a nosotros en la voz enaltecida del poeta:
Ayer la luna se volvió de color marrón, después de azul
oscuro y de su trueno no cayeron las piedras de la lluvia,
pero hoy tenemos deseo y temor de tempestad,
de relámpagos
tempranos, queremos la violencia del diluvio.
El aguaviento se esconde cerca del bosque.
Iremos más allá
de los árboles donde vive la mujer que mientras teje invoca
al cielo, la mujer que hace llover y en cuyo cuerpo
guarda el misterio de la lluvia.
La tomaremos de filo contra los rayos del sol,
le quitaremos
su vestido largo y airoso,
la arrastraremos de espaldas hacia
el río y ataremos a sus pies un manojo de hierbas,
el segundo
tallo del verano lento.
Lloverá cuando la mujer salpique al río
con la sangre de su meñique.
Dada la polisemia propia del arte poético, los textos de Gabriel Arturo respiran la misma suerte de los libros sagrados: no se hicieron para ser analizados sino para ser interpretados, lectura personal, actualizada, de múltiples vías ajenas a cualquier propósito salvador que indique caminos al cielo. Lo anterior es posible allí donde hay más poiesis y menos mimesis, anécdotas, descripción, autobiografía o escepticismo ramplón, pues su poesía parte de un principio que, según sus propias palabras, aprendió del expresionismo alemán y luego subraya con autores, cuyos ecos resuenan en su obra, como García Lorca, Lezama Lima, Novalis, Mallarmé, Cardoza y Aragón, Aurelio Arturo, Héctor Rojas Herazo...
El aguijón ya está muerto en nuestro costado
más precario.
Los ojos abiertos, desvelados, enrojecidos,
pertenecen a su mundo.
Continuamos y los ojos caen al abismo.
Los cabellos, los dientes, las uñas
y el blanco del ojo, el de ellos,
traspasa la piel de todos.
Todos los hombres se pudren
por los corredores de una tierra irrespirable.
Allá un hombre justo,
más acá, un hombre equivocado,
muertos en ya olvidadas sequías de plomo y cobre.
Gracias a sus variadas influencias, la polifonía aparece como otra cualidad de la poesía de Castro, esa expresión de múltiples voces de fuerza explosiva pero formando en su conjunto enlaces armónicos, capaces de engendrar un pathos que sacude el ánimo del lector y produce su desacomodo visceral. En La caza invisible -antología personal, se respira esa tensión cercana a la agonía, al abismo, el estar muriendo para resucitar luego. La tiniebla, origen primario, de acuerdo con el génesis, es disipada con la forma y ésta constituye la lucha del poeta, pues el contenido habita en él por lo que ha amado, vivido, gozado, padecido. De todo ello surge la imagen generadora, portadora del hábitus, donde lo emocional se une a lo intelectual, a lo práctico, a la memoria y a su relación con las otras artes: música, pintura, cine, teatro… Ceniza luminosa que en el trabajo poético de Gabriel Arturo emana a borbotones, un volcán antiguo, en cuya base se deja entrever una arqueología del pensamiento primigenio, la del hombre que saliendo de su cueva-hogar miró un cielo estrellado, se emocionó, elevó su conmoción hacia las alturas, hizo cantos guturales y mucho después creó una cosmogonía que derivó en mitología, la misma que Gabriel Arturo reactualiza a modo de “metáforas paleolíticas”. Seguramente, en virtud de su formación de antropólogo, aparezcan ecos de las teorías sustantivas de su época universitaria con las ideas luminosas de aquellos faros de los setentas: Malinowski, Frazer, Lévi-Strauss, Eliade:
Estás muriendo viejo hacedor de lluvia.
Observas antiguos soles alados convertidos en lagartijas,
roedores vomitando tierra,
un dragón atravesado con flechas
y sus incipientes cuernos en la frente.
No es el declive de tu torre, centro del mundo.
Mueres al oír el golpeteo de gongs y tambores,
tus pedazos de carne son luciérnagas
y sobre tu rostro los rayos de la luna llena
forman una barba blanca.
La imagen poética es esqueleto y músculo de la poesía de Gabriel Arturo; cuando habla de ella lo hace con un tono lleno de agudeza, libertad y al tiempo distanciamiento del ripio academicista, tanto en sus ensayos como en los talleres que dirige por más de veinticinco años y en los cuales se intuye que logra contagiar a los discípulos de la importancia del trabajo, la disciplina y la lectura para dominar el oficio, también la pasión y el anhelo de poseer un lenguaje propio y después un estilo personal.
Su concepción, reflexiones y experiencia alrededor de la imagen poética se plasman en su libro Ceniza inconclusa, ensayos breves sobre arte y literatura. Al interior de los ensayos es menos oscuro y misterioso, es más cenital, incluso carnal, al juzgar por el refuerzo ensayístico que da a la idea de que “todo arte es erótico”. Nos dice: Todo arte es erótico dado su impulso creador, dador de vida”. Y no sólo lo dice, su poesía posee las llaves de este virtuosismo:
La ronda nocturna de tus manos tiene una senda adherida, la rosa entre tus dedos señala la vuelta al horizonte, el nombre original de cada camino que soporta la frialdad de la noche, las horas encarnadas, rojizas; la mancha cubierta por un raro color de tormenta intensa, la rueda fracturada del tiempo, la roedura del rey de mala traza y aquél hombre de nudos toscos moderando la soga.
Ah, y tú allí reanimas la pausada luna, sus bordes desiguales, capturas la flor leve como el único rasgo útil de la noche, la noche ruin que intenta cortar con sus dientes la suerte de tu senda, el destino de tu ronda.
Es grata experiencia leer la poesía de Gabriel Arturo en maridaje con sus ensayos y así descubrir las claves de navegación en el misterio de su poética; se logra apreciar esa buena razón interior que da a las palabras de Lezama Lima: “Cuando me siento oscuro hago poemas y cuando me siento claro elaboro ensayos”. Qué envidiable circunstancia para un escritor circular en aguas opuestas; absurdo y lucidez, penumbra y transparencia, gracias a la locura ritual que rebosa el proceso de su poesía; lecciones para alucinar y colmar nuestros rostros con su palabra vertical en estos tiempos de engañifas y farsantes.
La caza invisible, antología personal, insobornable ética a través de una alta estética.
Cuento de Mauricio Palomo Riaño
SUICIDAS ALUCINACIONES
Aquí uno de los relatos pertenecientes a Nombrar la ausencia de Mauricio Palomo Riaño (Bogotá, Colombia, 1982), recientemente publicado por la Colección Los Conjurados y ya distribuido en las librerías colombianas y disponible en la gran vitrina de Amazon.com para todo el mundo.
El autor estudió Licenciatura en Lingüística y Literatura en la Universidad La Gran Colombia y Maestría en Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, ha sido jurado en concursos literarios de ámbito local y gestor de talleres de escritura.
A Mahicol Arias, por sus entrañables y quijotescos viajes.
“Valorad al loco
Su indiscutible propensión a la poesía
Su árbol que le crece por la boca
Con raíces enredadas en el cielo”.
Raúl Gómez Jattin
La sombra atravesaba fugaz las callejas solitarias e inundadas de tenue luz de La Candelaria. El individuo se desplazaba como si alguien lo persiguiera. Se sujetaba de las paredes de las casas, se deslizaba furtivamente entre los callejones coloniales del antiguo barrio capitalino. Respiraba bruscamente una noche que le golpeaba el rostro suavemente con su brisa serena. Los pasos del sujeto eran inseguros, caminaba entre espasmos que lo sacudían de forma constante. Miraba siempre hacia atrás, paranoico, como si estuviera siendo preso de un miedo visceral. Evitaba con resistencia el contacto con los pocos transeúntes que pasaban por la zona, como si temiera el que alguien fuera a robarle su ya evidente estado misantrópico.
Esclavo de la agitación y de la locura, se detuvo frente al rustico portón de la gran casona. De Ernesto era común tener noticias en jornadas nocturnas. Parecía siempre estar la noche en él; en su ser, en su alma. Tocó violenta y repetidamente la aldaba contra la madera vieja. Estaba bajo un ataque de Delirium Tremens. Vicente todavía dormido, abrió. Ernesto entró despavorido:
—Vicente, loco, me los encontré. Uno tras otro. Esos parcero, esos que exploramos en la academia, esos que nos deslumbraron el alma, esos que se apresuraron en el viaje para hacerse inmortales. Escúchame Vicente, escúchame. Estaba compartiendo uno de esos poemas épicos que en las plazas públicas me dejan cantar cuando empecé a verlos salir de las cuadras, de las casas viejas de estos barrios resquebrajados. Me saludaban. Agitaban sus manos y esbozaban dolorosas sonrisas. No pude seguir declamando, sus imágenes atormentadas empezaron a invadirme y empecé a necesitar escucharlos. Me abrí paso a esa aventura y empecé a caminar hacia esos encuentros. Al primero que abordé en esta noche tibia de la muerta primavera fue al dueño de este verso. José Asunción me contó sentado en un andén de su desvarío certero por Elvira. Amenazó con matarme si no lo escuchaba, vehemente, prometió atravesarme el pecho a merced de una bala vieja disparada por el mismo revólver con el que a finales del siglo XIX se pegara un tiro. Su desesperación por ser oído era evidente, así que me senté a su lado. Lo sentí tan cercano, Vicente, en su esencia de hombre herido más que de artista consumado. Lloró, me confesó en secreto su amor furtivo por la hermana a la que, sin embargo, siempre respetó. Me habló de las noches gélidas cuando desmoronado por dentro escribía frente a las velas el Nocturno III. Se iba tornando más pálido cada vez que levantaba la cabeza y me miraba a los ojos. Vicente, supe de su voz la pérdida de la obra, loco, en aguas egoístas que le arrebataron su poesía para deleitarse con ella. Naufragio maldito bordeando nuestras costas. Me relató como el Amerique se sumergió en las aguas del Caribe llevándose a sus profundidades misteriosas un legado de bellas palabras con las que seguramente hasta los mismos peces supieron del amor. Culpable Poseidón que no ha calmado su ira ya milenaria en venganza con Zeus por haberle dado el mar y no el averno. Lo dejé finalmente entre las sombras finas y lánguidas.
No sé cuántos pasos habría avanzado cuando sentí la mano en el hombro, ¡uff, loco! experimenté un temblor incómodo en el cuerpo, una especie de miedo absurdo en un comienzo, no obstante, esa sensación primaria desapareció rápidamente al verle el rostro. A mi memoria desgastada acudieron las líneas, las imágenes, y supe que le temí a sus cuentos y a su vida desmesurada, trágica y accidentada, mucho más que al ser humano que se escondía detrás de la pluma. Desde unos labios delgados bordeados por un bigote elegante y una fina barba brotó la sonrisa que me alumbró las sombras. Percibí su sensibilidad a tope. Horacio me relató enjugándose el llanto que surcaba sus mejillas detalles de cómo asesinó a su mejor amigo y la posterior compañía de ese fantasma hasta su decisión nefasta. Refirió signos de su vida desafortunada y oscura que sin embargo, enmarcó dentro del arte para regocijo de sus lectores. Me compartió de su propia voz fragmentos de Berenice, de Ligeia y de Guillermo Wilson, influencia marcada para su cuentística que le sirvió para que los críticos lo relacionaran directamente con el gran Poe. Sí Vicente, tú lo sabes, Horacio Quiroga fue el Poe latinoamericano. Supe de su ansiedad al enterarse de su diagnóstico fatal; un cáncer que le consumiría hasta el alma. Me confesó por último que fue la imagen proyectada de su cuerpo hecho miseria en la cama de hospital, la que le alumbró la idea. Como cuando se sienta uno a tomarse un vino con un amigo fraterno, Horacio entró en los terrenos de la muerte tomándose el trago que le envenenó las entrañas, pero que lo salvó del sufrimiento ignominioso de esa enfermedad maldita y traicionera que asesina silenciosamente y sin piedad. Tú más que nadie lo sabes, Vicente. Tu viejo murió a merced de ella.
Vicente escuchaba en silencio a Ernesto. Era lo mejor que se podía hacer en estos casos. La forma en cómo el amigo dionisíaco le recreaba la muerte de Horacio Quiroga, lo transportó a los últimos días de su padre y fue inevitable llorar. Ernesto, en medio de su delirio, secó las lágrimas de la mejilla al amigo, confirmaba con ello, un lazo construido más allá de los confines de cualquier época. Posteriormente continuó su historia desquiciada. Aún faltaban los encuentros más emblemáticos para los dos.
Acababa de dejar a Horacio por ahí en algún recodo de la conciencia cuando la vi, y debo confesar que apenas la contemplé me enamoré de ella. Natural, pura, con la mirada evasiva. Me ocultó su rostro en un principio y fui yo el que avanzó hacia ella. Fue la única que no me buscó para conversar. Incluso debo confesar que rehuyó apenas me vio dirigirme a donde estaba. Cuando la tuve frente a mí desaparecieron toda esa serie de mitos mal fundados sobre su fealdad, y sobre ese acné progresivo que la acomplejaba. Supe amargamente de su destino trágico, de su sino fatal que ya estaba escrito desde antes de su misma vida. Su pasado familiar rodeado de sangre, de ese fascismo cruel y despiadado en la Rusia de Stalin que le enmarcó de muchas maneras el sendero. Al oído, cerca, escuché ese acento duro que la caracterizaba, pero me sonó tan dulce, tan íntimo, que me pareció irrisorio que se sintiera menos por entonarlo. Hasta sus tartamudeos sonaban preciosos. Yo estaba eclipsado, Vicente, teniéndola ahí al lado mío, conmigo, casi cerca al abrazo, a las caricias; esas que yo le hubiera dado en vida para que no se marchara a esos territorios oscuros. Su cuerpo menudito la hacía ver frágil, y una ternura me llegó hasta el centro de los huesos. Le dije en un ataque de sinceridad: —Yo hubiera sido tu bonderline, tu príncipe de pensamiento polarizado y dicotómico. Yo te hubiera salvado Alejandra, yo te hubiera amado como Cortázar no se atrevió a amarte preocupado por Aurora. 50 pastillas no sirvieron para matarte. Vives en cada una de esas líneas descarnadas que pisan mis pupilas—. Terminé sonrojado mi confesión. Ella se calló, Vicente, loco, y me escuchó. Si los otros me contaron sus tragedias, ella supo de mi amor y yo no le di pie para que se deprimiera. Le declaré un sentir prístino y sonrió, cosa que muy pocas veces hacía. Recuerdo que como adiós postrero le alcancé a murmurar: Hacés falta Alejandra, y después ya casi gritando, ¡carajo! mucha falta hacés.
Casi no me retiro del lado de la Pizarnik; es más, ahora que recuerdo, ella fue la que se marchó, así como siempre quiso hacerlo desde que tuvo conciencia. Vicente, hermano, ya venía para acá lo juro cuando el man se me apareció como un espejo. Era como si me estuviera mirando en él. Somos igualitos Vicente, ese loco se parecía mucho a mí. Las gafas grandes de marco negro, el pelo largo y enredado como cuando se iba para los barrios del sur de Cali con Guillermito y Clarisol Lemus. Con el loco Andrés fue que me fumé el último porro antes de venir a tocar tu aldaba con insistencia para contarte todas estas locuras que aunque no me creas son reales.
El tono de la voz de Ernesto se hacía cavernoso, como cortado. Era usual escucharlo así cuando estaba en trance. Con Andrés Caicedo, un autor de culto para los dos amigos bohemios terminó la experiencia alucinada:
Hablé con Andrés de Alejandra, y de cómo esa muerte en los dos había sido tan parecida. El loco se reía enseñándome esos dientes que eran así como los míos parcero; separados. Asintió con la cabeza y después tartamudeando señaló: —Yo le gané a la niña por diez pastillas y por diez años. Ella me ganó porque se fue primero. Aunque creo finalmente que con la muerte salimos ganando los dos. Era un entorno enfermo el que vendría después y una generación que nos iba a decepcionar con insistencia. Fue una buena idea ésta de partir por voluntad propia y no por los trazos de un destino arbitrario. No me arrepiento de haber intoxicado mi cuerpo. Si estuviera vivo a estas alturas, ya tendría intoxicada mi alma.
Vicente tú sabes que Caicedo es mi autor de culto y sé que también en Colombia es el tuyo. Hablamos de sus amores por Patricia; la mujer del amigo, aquella que amó irremediablemente, y por Clarisol; la niña que le corrompió el alma y el cuerpo. Me habló de sus secretos inconfesables. Casi como despedida me dijo que me muriera rápido. Que no valía la pena el mundo y el tiempo que nos habían tocado. Me recomendó algo de manera enfática que te citaré literalmente:
—Deje obra Ernesto, deje obra y ahí sí muérase tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos.
Nos despedimos de abrazo Vicente. Prometí visitarlo pronto.
Ernesto cansado, desentendido de la realidad, se fue durmiendo despacio mientras cantaba ¡Hay fuego en el 23! Vicente lo arropó con una cobija y se fue a la cama también. Eran las dos de la mañana.
Valentina Sánchez
Valentina Sánchez Barragán (Bogotá, 1993), es estudiante de IX semestre de Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas e integrante del semillero de investigación Poetikós: Estética y Poética Literaria. Aquí tres poemas de su libro inédito El don de eludir.
AL MARGEN DE LOS HUSOS
Eres poeta, al fin y al cabo cuentas con la gracia de hacer cortes transversales en el tiempo. Accedes a lo visible, desde dentro, fabricando desiertos que hipnotizan el dolor. Un pensamiento se detiene entre ti y el universo. Olvidas nombrar. En el fondo, las preguntas te devuelven la inocencia; como un don desciende hasta ti, esa palabra que permite conocer de nuevo. No siempre es lícito decir, pero en suma, ese es el momento: la creación, un instante desierto, justo en medio de la maravilla de lo simple.
DELIRIO
a Melanconia/Giorgio de Chirico
ENTRADOS EN UN LABERINTO de sombras: espacio volátil que se aparta en la fuga del aire, el eco de sonido, que es búsqueda y espejo, me persigue. Espero silente, su dibujo en este lugar olvidado es el trazo de los trenes del desierto que nadie ha visto. ¿Soy la sombra? ¿El cuerpo que da la sombra? ¿Soy quien mira este juego corpóreo de sombra y cuerpo desgajado? ¿Soy quien relata la historia de un ser rostro al juego incorpóreo de esta búsqueda? Un portal de reflejos al que acuden todas las formas reposa en este hilo de las palabras. Tras el fluir de las arenas, el tiempo se ha instalado en los caminantes, son otros los temblores de su imagen.
DON DE ELUDIR
Caen sobre los días como alud
imágenes que figuran personajes extraviados
entre pasajeros y andantes,
buscando una sola boca que me nombre.
Esa boca mía y tan ajena, en las bocas que desea,
oculta tras la máscara del tiempo, para dibujar mi carne.
Extravío silencios entre los dedos,
dejo que vuelen hechos poema, una y otra vez.
Desde entonces se ha hecho un misterio la presencia,
levemente, un vacilar de sombras tras el incendio
adivinan los escombros,
cubren con abismos el límite de luz de los instantes.
Advierto una palabra a punto de caer al precipicio
a punto de ser un destino en la penumbra
y estos ojos vuelven, lejos de la orfandad de mi cuerpo, al horizonte.
Dice ELUDIR y me abandona.
CARTAS DE LOS LECTORES
EN NOMBRE DE LA FOTOGRAFÍA. Agradezco en nombre de la fotografía colombiana el hermoso homenaje realizado en el número anterior al maestro Nereo López, uno de los Tres Reyes Magos de ese arte en nuestro país. Encuentro al artista en toda su dimensión y le deseo otros 93 años de fotografía para placer de todas (y de todos). Amanda Díaz
* * *
REVELACIONES. Colombia no respeta la decisión limítrofe de la Haya y tampoco la de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Yo me pregunto: ¿Así no comenzó Hitler, irrespetando los convenios con los países vecinos? ¿A dónde nos llevará mancillar los acuerdos internacionales? María Claudia Segura
* * *
NEREO LÓPEZ. Me asombra el humor y la agudeza del gran Nereo López, la anécdota de la operación de cataratas es inolvidable, solo puede pasarle a un ser tan libre y divertido como él. Patricia Sánchez
* * *
LOOCHKARTT, EL JOVEN ANTIGUO. Al ver el video de Con-Fabulación sobre Ángel Loochkartt que está alojado en Youtube, se advierte su brillantez pictórica y su calidad humana y también su apasionada forma de ver la vida y la pintura, y ratifica, como él lo ha dicho tantas veces, que es un “joven antiguo”. Carlos Alberto Lomas, pintor
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