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Mario Vargas Llosa
Hasta los diez años, la niñez fue un paraíso para Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura. Era, dice más de sesenta años después de aquel periodo de plenitud, “una especie de armonía dichosa”. “Todo aquello, sin duda, me llenó de reservas, de ternura, de delicadeza, de sensibilidad, pero no me preparó para enfrentarme a la cruda realidad. Por eso, cuando este enfrentamiento llegó fue mucho más traumático y cruel de lo que hubiera sido de haber tenido una infancia menos feliz”. El encuentro con la realidad marcó, a los diez años, el principio de su adolescencia
Juan Cruz 2 SEP 2012 - 00:00 CET
Una foto del álbum privado de Mario Vargas Llosa
Este hombre tiene 76 años y es uno de los escritores más célebres del mundo. En algún momento de sus múltiples actividades vuelve a ser el niño que fue. Se advierte, como un celaje, en sus ojos aturdidos ante el horror o la belleza o cuando toma notas como cuando era un reportero meritorio en un periódico de cuya oscuridad nacería su mejor novela, Conversación en La Catedral.
Se ve en sus ojos cuando algo a su alrededor pierde sentido o sustancia, cuando está perplejo y no sabe a qué agarrarse. Entonces Mario Vargas Llosa, aquel niño, busca alrededor un punto de apoyo y siente que todo vuelve a cobrar sentido.
Él es el niño aturdido, lo sigue siendo. Cuando recogió el Nobel en Estocolmo, en diciembre de 2010, hizo un discurso en cuyo núcleo vino a contar que si no hubiera sido por su madre, en aquellos años en que se creía huérfano de padre, y por la compañía de aquella prima que lo despertaba lanzándole baldes de agua y que luego sería su mujer, Patricia Llosa, su desorientación hubiera sido total, la vida de un niño que no sabe qué hacer con la vida. Y lloró sobre esos recuerdos.
En uno de aquellos días de Estocolmo, este hombre maduro cuyos libros se esperan como acontecimientos se sintió en la necesidad de recorrer, en su discurso, pero también en los tiempos que le permitieron los suecos, las huellas de su infancia. Y como no lo dejaban en paz, a veces se le veía recorrer solo las calles heladas. Una vez, en medio de aquella vorágine, perdió la voz, literalmente, como si el golpe seco de su memoria hubiera caído sobre él y lo hubiera hecho regresar al silencio de los niños.
"Mi gran aspiración era que el tío Lucho me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba"
Pero no era de la voz de lo que estaba lesionado Vargas Llosa; en sus ojos se había posado, dicen quienes lo vieron, como una nube oscura, un recuerdo atragantado y no necesariamente infeliz.
Dice un verso del poeta alemán Michael Kruger: “La infancia / a veces me envía postales”. ¿Qué le dice a Vargas Llosa aquel niño que fue Mario?
Vargas Llosa ha escrito de sí mismo, y de su infancia, muchas veces; en todos sus libros hay muchísimo de lo que fue. Pareciendo tan privado como personaje público, es quizá el escritor de su tiempo (Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, con la excepción quizá de José Donoso) que más ha escrito de sí mismo. En El pez en el agua, por ejemplo, hay una descripción, hecha con los pormenores más privados que pudiera imaginarse, sobre esa sustanciosa experiencia infantil que le pedí que revisitara cuando le pregunté eso, precisamente: ¿qué le dice aquel niño que fue?
Le dice aquel niño que en algún momento de su vida fue “absolutamente feliz”. “Todos los años que viví en Cochabamba, en una casa de tres patios y muchísimas habitaciones, con mi madre, abuelos, tíos, tías y primas, viví en una especie de paraíso donde la vida consistía en divertirse y gozar”.
Era el niño mimado, el muchacho que aún no sabía qué cosa era la pena. Dijo un día de 1990, en declaraciones para The Paris Review, en medio de la digestión pesada de su derrota en las elecciones de Perú, que uno escribe “para escapar de la pena”. Y la pena viene cuando llegan la adolescencia o el infierno, pero más de una vez ha dicho Vargas Llosa, nacido en Arequipa (Perú), que aquellos años de niño en Cochabamba (Bolivia) fueron el paraíso. “Jugábamos, nos mimaban, nos daban gusto en todo, gozábamos de los carnavales, la Navidad, los cumpleaños, las retretas de los domingos antes de ir a comer las obligatorias empanadas salteñas, en los almuerzos multitudinarios de los domingos donde siempre comíamos las sopaipillas chilenas que preparaba la abuelita”.
Él creía que era el paraíso, y a eso contribuyó enseguida el descubrimiento de la que iba a ser la sustancia misma del episodio mayor de su vida, la Literatura. “Cada día era una aventura intensa, rica y de final feliz, ni más ni menos que en las novelitas de Salgari, de Karl May y de todos los autores de libros infantiles que leí en esos años. De tanto en tanto, desde el fondo del tiempo, esas imágenes regresan a mi memoria a recordarme el paraíso que existió alguna vez y aquí, en esta tierra”.
Ese paraíso tuvo sobresaltos. Un día descubrió en el centro mismo de tal paraíso, en el que su madre, doña Dora, era la reina, los versos más calurosos de Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. En el libro La vida en movimiento, que preparó su colega Alonso Cueto en Perú en 2003, aquel muchacho remite la postal de su recuerdo de aquel descubrimiento: “Mi madre me alentaba mucho la afición a la lectura. Ella tenía en su velador Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda, que me había prohibido que leyera. Y todavía recuerdo que leí con un poco de miedo el primer poema donde había un verso sorprendente, ‘y hace saltar el hijo del fondo de la tierra’. Yo era totalmente inocente, yo no tenía idea de cómo venían los niños al mundo, ni nada de eso, y ese verso me provocaba cierta angustia porque lo asociaba a algo inquietante y sucio”.
En ese libro está Mario con doña Dora, en una infancia de cuando aún él vivía en el paraíso, a los cuatro años. Se le ve asustado y curioso, como si esperara algo más que el probable flas del fotógrafo que iba a inmortalizar esa unión que parecía que iba a ser eterna, como la niñez. En otra fotografía, con compañeros de clase, cuando ya él era el líder literario de sus compañeros de liceo (a los 13 años escribía rimas en el periódico escolar que dirigía), Mario muestra otra vez ese susto que parece venirle de adentro y que, sin ir más lejos, mostró sin rubor, como desesperado, el día que perdió la voz en Estocolmo.
Pero esa mujer, doña Dora, su madre, le aseguró el paraíso. Alonso Cueto, editor de aquel libro en el que Vargas Llosa cuenta su vida, la conoció. “Doña Dora. Siempre me dio la impresión de una persona con un centro de gravedad personal muy sólido. Era alguien que tenía una especie de seguridad y de sencilla majestad a su alrededor. La relación con Mario siempre era muy especial y sólida, con Mario siempre pendiente de ella. Creo que la solidez, la seguridad y la gracia que tenía la señora están muy presentes en Mario. Ella siempre fue el núcleo de su vida, algo que a él le sirvió para tener los pies bien puestos sobre la tierra, sin dejar por eso de apuntar al cielo. Otra presencia fundamental fue el tío Lucho”.
El tío Lucho, el padre de Patricia. Dice Vargas Llosa en uno de sus recuerdos de esa infancia que duró una década, hasta que conoció al padre: “Esos mis primeros diez años fueron intensos, ocupados en múltiples quehaceres excitantes, de amigos queridísimos y adultos bondadosos a los que era fácil conquistar con gracias y zalamerías. Mi gran aspiración era, por supuesto, que el mayor de los tíos, el preferido —el tío Lucho, que parecía un actor de cine, por el que se morían todas las mujeres—, me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba (...) en las que aprendí a nadar”.
Saramago decía que uno va con el niño que fue. ¿Ese niño sigue diciéndole cosas? “Uno es lo que fue, desde luego, pero al mismo tiempo uno va siendo, cada día, mes y año, diferente de aquello que fue, a medida que descubre y padece la complejidad y diversidad del mundo, algo de lo que el niño está exonerado. Mi niñez fue muy feliz por lo poco que sabía del mundo real, porque viví un espacio acotado por gentes que me querían y me preservaban de todo aquello que era desagradable, triste y hostil, y procuraban que mi vida transcurriese sin traumas, en una especie de armonía dichosa”.
Se quebró el paraíso en los últimos días de 1946 o los primeros de 1947. En el verano de Piura, cuando conoció a su padre, a quien creía muerto. Pero esta ya es otra historia, no es la historia de su infancia, sino el principio abrupto de la adolescencia de Mario Vargas Llosa.
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