El derecho de consulta
Según sus palabras: "El pecado original –y quizá el único- de los decretos rechazados por las comunidades nativas movilizadas por Aidesep es que, efectivamente, no fueron consultados. Ese es un pecado general de la institucionalidad peruana, un rezago de la cultura autoritaria: ni las leyes ni los decretos suelen ser consultados ni con los especialistas, se imponen respondiendo con frecuencia a intereses específicos".
Para Althaus el incumplimiento de este compromiso y derecho no sería sino una mala "costumbre" de la "institucionalidad peruana", un pecadillo menor, que disculpa señalando que así es siempre, en todos los casos. Este ninguneo a la consulta nos lleva a pensar que él no ha entendido que se trata de un derecho que emana de su condición de pueblos originarios y no de una graciosa concesión del Estado. Que el Estado no consulte decretos con especialistas está muy mal, ya que hacerlo abonaría en favor de una concepción más amplia de la democracia y de posibles planteamientos mejor sustentados. Sin embargo, para el caso de los pueblos indígenas pasar por alto la consulta es violar un derecho reconocido por la ley que, como señala la Defensoría del Pueblo, "posibilita el ejercicio de otros derechos de los pueblos indígenas". Estamos así ante realidades diferentes.
La consulta es un derecho perfectamente definido en el Convenio 169 (Ley Nº 26253). Éste señala que los gobiernos deberán: "consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente"; y que estas consultas "deberán efectuarse de buena fe y de una manera apropiada a las circunstancias, con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas" (Art. 6º, incisos 1 y 2).
Queda claro entonces que las consultas tienen que ser previas, mediante procedimientos apropiados, de buena fe, deben realizarse a través de sus instituciones representativas y, muy importante, tiene por finalidad llegar a un acuerdo. Por su naturaleza lo que establece el Convenio 169 al respecto es vinculante, es decir, obligatorio, no facultativo, como se ha pretendido señalar. El convenio, entonces, es concluyente en el hecho de la obligatoriedad de realizar la consulta, cuya violación invalida automáticamente cualquier decisión o norma que tome el Estado de manera unilateral.
En un reciente documento (Informe Nº 011-2009, mayo 2009), la Defensoría del Pueblo plantea tres posibles resultados de una consulta. En caso de consentimiento de los pueblos indígenas, "la entidad estatal competente debe enriquecer su decisión con los aportes derivados del proceso de consulta, respetando íntegramente los acuerdos adoptados en la Resolución que aprueba la medida". Si el consentimiento es parcial, dicha entidad "debe enriquecer su propuesta con los aportes de los representantes indígenas formulados en el proceso de consulta, a fin de adecuar la medida o desistirse de ella". Por último, si no se llegara a un acuerdo, "el Estado debe evaluar su decisión de adoptar la medida, adecuarla o desistirse de ella. Así mismo, debe fundamentar su decisión en las consideraciones derivadas de los hechos y el derecho. Adicionalmente, le corresponde informar a los representantes de la población involucrada la decisión adoptada, así como las razones que lo motivan".
¿El gobierno ha actuado de esta manera y se ha enfrentado a las opciones planteada por Defensoría de aprobación de la materia de la consulta, de consentimiento parcial o de desaprobación total? No, nunca. Jamás ha hecho una consulta. Frente a una decisión arbitraria del Estado luego de una consulta, los pueblos indígenas podrían cuestionada judicialmente por carecer de fundamentación. Pero el problema es que en el Perú el gobierno (éste y los anteriores) ni siquiera hace consultas de mala fe.
La Comisión de Expertos en aplicación de Convenios y Recomendaciones (CEACR) de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha señalado que "la consulta es el instrumento previsto por el Convenio para institucionalizar el diálogo, asegurar procesos de desarrollo incluyentes y prevenir y resolver conflictos" (citado en Informe Nº 011-2009 de la Defensoría del Pueblo, antes mencionado). La Defensoría señala que la consulta "es un 'derecho instrumental' que posibilita el ejercicio de otros derechos de los pueblos indígenas, por ejemplo: a la identidad cultural, a la propiedad, a la integridad, al desarrollo, etcétera. Su ámbito de ejercicio es el sector público". Es decir, el derecho a la consulta es un derecho central de la legislación peruana referida a pueblos indígenas y está también ampliamente reafirmado en la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU.
Para los casos de explotaciones mineras, el Convenio señala que la consulta debe llegar a "determinar si los intereses de esos pueblos serían perjudicados, y en qué medida, antes de emprender o autorizar cualquier programa de prospección o explotación de los recursos existentes en sus tierras". Y remata diciendo que: "Los pueblos interesados deberán participar siempre que sea posible en los beneficios que reporten tales actividades, y percibir una indemnización equitativa por cualquier daño que puedan sufrir como resultado de esas actividades" (Art. 15).
¿Algo de esto ha hecho alguna vez este gobierno o los anteriores? No, nunca. ¿Por qué? Porque al parecer el Estado no sabe lo que firma o porque, tratándose de indígenas, ¡qué diablos!, por qué hacer tanto alboroto. A fin de cuentas, como ha señalado el presidente Alan García, "las tierras de la Amazonía son de todos los peruanos", lo que significa borrar de un plumazo los derechos legales de propiedad de las comunidades nativas y campesinas, hacer una declaratoria por la vía rápida de libre disponibilidad de las tierras de la región y convocar al caos para que se encargue de cancelar los derechos indígenas.
El gobierno actual trata de confundir a la ciudadanía haciendo pasar la participación como consulta, como si se tratara de lo mismo. Pero, como la propia Defensoría del Pueblo ha señalado: "El derecho a la consulta corresponde solamente a los pueblos indígenas", mientras que "El derecho a la participación ciudadana le corresponde a todas las personas. Es un derecho que salvaguarda y propicia la libre intervención en el ámbito político, económico, social y cultural. No tiene por finalidad lograr un acuerdo o consentimiento. Su ámbito de ejercicio es el sector público y privado" (Ver Informe de Defensoría antes citado).
El gobierno ha introducido esta confusión interesada en el DS Nº 012-2008-EM, "Reglamento sobre participación ciudadana para la realización de actividades de hidrocarburos", y en la práctica, con resultados desastrosos. Un caso concreto sucedió en Santa María de Nieva, capital de la provincia de Condorcanqui, en marzo de 2008, cuando funcionarios de PERUPETRO y del MEM convocaron a un "evento presencial" (así los llama ese reglamento) para informar a la población nativa sobre la suscripción de un contrato de exploración con la empresa petrolera HOCOL en diciembre de 2006, es decir, un año y tres meses antes. Los pobladores, lógicamente, reaccionaron de manera violenta y largaron a toda la delegación, también integrada por el inefable representante de CONAP.
¿Qué derechos vulneran los decretos cuestionados por las organizaciones?
El análisis de la inconstitucionalidad e impactos negativos de los decretos ha sido ya efectuado por diversas instituciones, incluidas la Defensoría del Pueblo y el CAAAP, y especialistas, como Francisco Eguiguren: (ver "Informe jurídico Análisis de la conformidad constitucional del uso de las facultades legislativas otorgadas por el congreso al poder ejecutivo mediante la ley N° 29157") Patricia Urteaga y Pedro García, que se han referido a esto en varios documentos, unos publicados y otros de circulación más restringida.
No obstante, sí podemos señalar al DL 1064 como uno de los más nocivos para las comunidades indígenas, porque atropella el derecho de imprescriptibilidad de sus tierras y permite que invasores con cuatro años de establecidos se apropien de tierras comunales. ¿Será por esto que el presidente Alan García ha dicho que las tierras de la Amazonía son de todos los peruanos, contradiciendo por cierto lo que había dicho en su primer gobierno, cuando afirmó públicamente los derechos preferenciales de los indígenas porque estaban "antes que los Pérez y los García"? También expropia terrenos comunales usados para servicios públicos o declara como propiedad del Estado todas las tierras eriazas no tituladas, aunque estén poseídas y pretendidas por los pueblos indígenas y las pone en condición de adjudicables a inversores.
Esta misma norma coloca nuevamente el tema del abandono sin definirlo, lo que significa un grave riesgo para las comunidades que utilizan sus territorios de manera extensiva y con un sistema de rotación perfectamente adaptado a los suelos amazónicos, suprime el acuerdo del minero con el dueño del suelo, permite que mediante un expediente técnico se cambie el uso de la tierra y deroga todo el régimen comunitario desconociendo la necesidad de una legislación especial, tal como señala el Convenio 169 y el propio Código Civil. Por último, todos los decretos tienen defectos formales que los hacen inconstitucionales por el hecho de no haber sido consultados y de legislar, algunos de ellos, sobre temas no permitidos por delegación de funciones legislativas al Ejecutivo.
Un ataque integral
Pero la arrogancia y prepotencia del gobierno va más allá de los actuales decretos. El perro del hortelano fue algo así como el "marco teórico" y la clarinada para el ataque que vendría de inmediato. El presidente García pretende que los proyectos y las medidas dictadas se orientan a la lucha contra la pobreza y devastación de los bosques amazónicos. Para darse un aire técnico y convocar el apoyo a sus medidas los voceros del gobierno han señalado una y otra vez que hay 11 millones de hectáreas deforestadas, que efectivamente existen, pero ninguno ha mencionado dos cosas: la primera, que la devastación de los bosques no es consecuencia de la actividad de los pueblos indígenas, que han vivido en la región durante siglos sin poner en riesgo ni el bosque, ni otros recursos naturales, como los suelos y la fauna; y la segunda, que la deforestación es producto de la colonización impulsada desde fines del siglo XIX por el Estado y potenciada durante los dos gobiernos del presidente Fernando Belaunde, a través de la Carretera Marginal y de proyectos especiales, financiados con deuda externa contraída por el Perú con organismos internacionales, como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y US/AID.
¿Saben ustedes cuál fue la razón que dieron ése y otros gobiernos para emprender estos programas de colonización?: Superar la pobreza. Ahora el presidente García se ilumina y sin cuestionar el rol del Estado y la responsabilidad que a él mismo le toca, en la medida que ya estuvo a la cabeza de éste en 1985-90, emprende una nueva búsqueda para "superar la pobreza". Lo que está en cuestión es si a los anteriores gobiernos les interesaba la pobreza de los peruanos o más bien buscaban engañarlos con promesas ilusorias de tierras ubicadas en el Dorado amazónico. Y al actual gobierno, ¿le interesa la pobreza o satisfacer las demandas de empresarios ávidos de terrenos para plantaciones de biocombustibles?
El gobierno, si es que el tema le interesa de verdad, no debe buscar la pobreza en lugares tan alejados como la Amazonía, sino en Lima y en las demás grandes ciudades del país, donde un gran porcentaje de la población no tiene trabajo y sobrevive con ingresos ínfimos. La pobreza que sí afecta a indígenas amazónicos está precisamente en las zonas que han sido devastadas por la colonización y por las industrias extractivas, que han contaminado el medio ambiente, afectado su salud y destruido sus redes sociales de solidaridad. Pero las políticas del gobierno no se dirigen hacia la solución de estos problemas, sino hacia su expansión.
El ataque a los pueblos indígenas desatado por este gobierno no se limita a socavar su derecho al territorio sino que procura acabar con ellos a través de la medidas destinadas a debilitar sus lenguas y culturas. Es con esta finalidad que hay que entender las sucesivas medidas tomadas por el Ministerio de Educación, como la exigencia de la nota 14 para los postulantes a institutos superiores pedagógicos. Es verdad que esta norma es general y afecta a todos los candidatos: durante los tres años que lleva de vigencia no ha habido ingreso a dichos institutos en el país, porque la dispersión de quienes superaron la valla (alrededor del 3% de más de 14.000 postulantes) no he permitido conformar un número suficiente para justificar el funcionamiento de un año lectivo.
Una vez más el Estado castiga a quienes son víctimas de su mala política, en este caso, educativa. Aunque el ministro de educación ha recibido, de parte de muchas instituciones, explicaciones fundamentadas sobre las consecuencias de la norma, entre ellas, el déficit de profesores bilingües, mantiene su decisión inmutable. El ataque a la identidad de los pueblos indígenas se demuestra, además, por medidas como el rechazo de fondos de la cooperación internacional para educación intercultural bilingüe o la negativa del ministerio de participar en eventos sobre EBI.
¿A quién defiende el Estado?
La consigna del gobierno (y en esto no se diferencia de los anteriores) es negar la evidencias, enterrando bien su cabezota de avestruz en un hoyo. Hace cerca de tres años, cuando los achuares del río Corrientes hicieron pública sus denuncias sobre la contaminación de las fuentes de agua y sus recursos para la vida y, en general, del medio ambiente de su territorio, y de cómo ésta estaba afectando la salud de los pobladores, el Estado negó con desparpajo que esto fuese verdad, a pesar de que el Ministerio de Salud y el de Producción habían comprobado, mediante análisis de laboratorio, la magnitud del daño.
Solo una protesta descomunal por parte de los indígenas, con toma de campamentos petroleros y pozos y cierre de válvulas de estaciones de bombeo, lo llevó a reaccionar, aunque su primera opción fue por la recaptura de las instalaciones por la vía violenta, lo que en realidad quería decir que seguía negando que la actividad afectaba la salud de la gente y el medio ambiente. La presión fue tan grande que tuvo luego que dar marcha atrás y reconocer la veracidad contenida en las denuncias y suscribir, junto con la empresa y la federación indígena, el acta de Dorissa, mediante la cual Pluspetrol y el Estado se comprometían a remedir la situación en un plazo perentorio. En buena hora que haya sido así, pero ¿no pone esto en evidencia el hecho de que el gobierno mintió al negar primero los estragos negativos causados por la extracción de petróleo? El hecho de que hoy día el ministro Brack trate de hacer aparecer los cambios en la legislación sobre explotación de hidrocarburos como un logro del gobierno y no de los indígenas, nos parece un hecho carente de sinceridad.
Pero esa reacción del gobierno fue apenas coyuntural y producto de una presión formidable ejercida por las organizaciones indígenas, la sociedad civil y algunas instituciones pública, como la Defensoría del Pueblo, que antes como ahora ha jugado un papel destacado. Ahora el Estado niega una vez más la realidad de que el petróleo y las industrias extractivas en general son fuente de contaminación e impactos negativos para los pobladores locales. Toda la contaminación, afirma, es cosa del pasado. Ignoramos qué alcance querrá darle el gobierno a su noción de pasado, pero lo cierto es que el gasoducto se rompió cinco veces durante el primer año de funcionamiento, lo que es un indicador de irresponsabilidad y, probablemente, de corrupción, por el uso de tubos en mal estado o de segunda mano, como lo estableció una auditoría ambiental independiente que luego, para seguir con la costumbre nacional, fue silenciada.
Pero el anterior no es el único caso, ya que las denuncias de contaminación causadas por industrias extractivas o de transformación de minerales van desde el Callao y, pasando por La Oroya (donde el gobierno, una vez más, ha prolongado el plazo de Doe Run para cumplimiento del PAMA, mientras la población se ahoga en humos y los índices de plomo y otros metales pesados aumenta en su sangre), se expande por otras zonas.
Y no es un problema sólo de derrames, sino, de manera más global, de impactos en el medio ambiente en que viven indígenas y campesinos. En el Urubamba, durante la época de instalación del proyecto del gas del Camisea, un promedio de 200 barcazas diarias "batían" o "licuaban" las aguas del río, contaminando y alterando el hábitat de los peces, fuente principal de las proteínas que consumen los pobladores. Los matsiguengas que habitan la cuenca han sido "compensados" temporalmente por la pérdida admitida de capacidad de pescar en ése y otros ríos de la zona con un sol diario, lo que apenas alcanza para adquirir una lata de conserva a la semana.
¿Quién es el responsable de crear pobreza en los pueblos indígenas? Que no se diga que la contaminación es cosa del pasado porque ahora hay estándares, pues éstos existen desde 1993 y los achuares, quichuas y urarinas sólo consiguieron que se supervise la actividad de las empresas y se les obligue a cumplir las normas después de 13 años de continuas denuncias.
El problema es que al gobierno y a mucha gente le parece normal que los indígenas paguen los costos del llamado desarrollo. Si sus chacras son destruidas, también el monte que utilizan para cazar y realizar actividades forestales, poco importa. La idea es que esos espacios valen poco frente a la riqueza que producen las industrias extractivas. También sus vidas y las de las generaciones por venir valen poco, lo que es un indicador más del racismo que impera en el país. Nos preguntamos qué pasaría si 200 barcazas batieran diariamente el agua del mar en los balnearios del sur de Lima. La protesta sería masiva y apoyada por la prensa, porque se consideraría que se está afectando propiedad privada valiosa de gente que vale más.
Los indígenas y la seguridad nacional
En los últimos tiempos, se acusa cada vez más a los indígenas de constituir una amenaza a la seguridad nacional. Cancillería se niega a dar pase a la creación de dos reservas comunales y a un parque nacional, ubicados en la zona comprendida en el curso alto de los ríos Napo y Putumayo, alegando razones de seguridad nacional. Dice temer que los 700 secoyas peruanos y los 300 ecuatorianos, que por lo demás provienen de familias peruanas que emigraron antes del conflicto de 1941 y que luego no pudieron volver, puedan afirmar derechos territoriales y conformarse en un Estado independiente.
Es para no creerlo, sobre todo considerando que tanto las reservas como los parques son áreas naturales protegidas de propiedad pública. Ha dado la misma razón para justificar el recorte del parque nacional Ichigkat Muja, en la Cordillera del Cóndor, pero en cambio permite la presencia en la parte cercenada de la empresa Dorato Perú, pantalla de la transnacional canadiense Dorato Resources Inc., cuyo gerente general, Carlos Ballón, fue asesor principal en cuestiones de minería del plan de campaña del actual gobierno, como ha puesto a la luz César Hildebrandt en un reciente artículo. ¿Resulta ser entonces que una transnacional es mejor defensora de la seguridad nacional que el propio Estado, que, reiteramos, es el dueño de parques nacionales y otras áreas naturales protegidas? Eso se llama tener confianza en las instituciones propias e ideas muy claras sobre la defensa nacional.
La lista de las ventas del patrimonio nacional y de empresas privadas a un país como Chile, con el cual el Perú, por desgracia para la paz, mantiene conflictos pendientes, es inacabable. Más aun, este gobierno quiso venderle incluso parte del terreno del Ministerio de Defensa, lo que tal vez no signifique nada en términos de seguridad nacional comparándolo con lo que ya el Estado peruano había ya vendido a capitales chilenos (en especial, las industrias estratégicas), pero no se puede negar que el simbolismo del hecho resulta grotesco. Podemos también mencionar la profusión de decretos que suspenden la norma constitucional que prohíbe que "dentro de cincuenta kilómetros de las fronteras, los extranjeros no pueden adquirir o poseer, por título alguno, minas, tierras, bosques, aguas, combustibles ni fuentes de energía, directa o indirectamente, individualmente ni en sociedad" (Art. 71º), alegando para esto razones de necesidad nacional.
Cuando la excepcionalidad de levantar la prohibición por razones de "necesidad pública" se convierte en norma, debemos sospechar de la existencia de otros intereses. El papel aguanta todo. Algunos ejemplos: Petrobras en el lote 117, en el extremo norte del país, en la zona frontera con Colombia y Ecuador; Pacific Stratus Energy, en los lotes 135, 137 y 138, en la frontera con Brasil; y la lista sigue. También podemos mencionar que hace apenas unos años, las denuncias públicas pusieron en evidencia que la empresa maderera Newman Lumber Company de los Estados Unidos había construido una carretera de 150 Km a lo largo de la frontera con Bolivia para extraer caoba de manera ilegal, sin que las autoridades políticas ni las Fuerzas Armadas del Perú se hubiesen dado cuenta, o al menos así lo dijeron. Ni qué decir del ingreso cotidiano a territorio peruano de madereros colombianos por la frontera del Putumayo, sin que los numerosos puestos de las Fuerzas Armadas peruana hagan nada por frenarlos. Frente a todo esto, ¿podemos seguir sosteniendo que son los indígenas una amenaza a la integridad nacional?
Para terminar queremos referirnos a las dimensiones que ha tomado la actual protesta indígena. Su impacto se debe a la movilización masiva de familias y organizaciones indígenas amazónicas, incluyendo entre ellas algunas que eran consideradas como bases de CONAP, como las awajun del Alto Mayo; y a la amplia solidaridad que ha convocado su causa en diversas instituciones y personalidades de los más diversos sectores sociales. Además del carácter justo de los reclamos, esta solidaridad expresa el desagrado de la ciudadanía con un gobierno que le ha mentido de la manera más burda. La lista de mentiras es larga, pero la que mejor describe la traición es el ofrecimiento electoral de renegociar los contratos petroleros y mineros, que terminó con la genuflexión de estirar la mano para esperar una propina, según la voluntad de las empresas, que por supuesto no tienen ninguna.
Confrontado por un periodista con las contradicciones entre las promesas de la campaña y las medidas tomadas por el presidente ya en el ejercicio del poder, el congresista aprista José Vargas respondió: "Una cosa es lo que se dice en la campaña y otra la que se hace cuando se llega al poder". Estamos frente a una buena muestra de las "interpretaciones auténticas" que podemos esperar de este personaje que se desempeña como presidente de la Comisión de Constitución. Nada menos.
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