Edicion 2121 18Mar10
Campañas, Farsas y Caídas
La compañía aprista Imasen realizó hace poco una encuesta confidencial sobre preferencias electorales en Lima y Trujillo. Fue un trabajo muy prolijo, que trajo varias respuestas reveladoras. Solo el bloque de encuestas en Trujillo, por ejemplo, tiene 149 páginas, que deben haber resultado particularmente interesantes para Jorge Del Castillo y para los candidatos de ambiciones más modestamente circunscritas a lo regional o lo municipal.
Supongo que por lo menos un miembro del gabinete ministerial debe haber saltado sin más a la página 107 del estudio, donde se miden las preferencias para la alcaldía de Trujillo.
A la pregunta de : “A la alcaldía de Trujillo, ¿por quién votaría usted?”, el 24.7% de los encuestados prefirió a César Acuña, mientras que solo el 7% lo hizo por el actual ministro del Interior, Octavio Salazar. (Curiosamente, mientras el 10.5% de los hombres votaba por él, apenas el 3.8% de las mujeres lo hacía).
En la encuesta, Salazar supera por poco a otro precandidato, Daniel Salaverry (con 5.4%), seguido éste por Martín Sifuentes, José Murguía y Luis Santa María. Los cuatro son o fueron apristas, lo cual pareciera indicar que la candidatura de Salazar enfrentará, pese a sus valedores, una fuerte competencia interna.
Otro problema que tiene el precario ministro del Interior es su reciente disputa con quien ha sido hasta hace poco el principal impulsor de su candidatura en Trujillo: el mercurial Luis Alva Castro. Hay diversas versiones sobre la causa de los desencuentros, pero todas la ubican en el Ministerio del Interior antes que en la aún nonata campaña trujillana.
Pero, entre tanto, mientras periclita (como se decía antes) la cuestionable gestión de Salazar en el Ministerio del Interior, su inestabilidad se proyecta sobre el resto del sector.
El director general de la Policía, general PNP Miguel Hidalgo, sigue enfrentando una sostenida campaña de rumores (que dice tener más videos que un batallón de urracos) y acusaciones que éste parece haber decidido enfrentar.
Hace pocos días, por ejemplo, en la escuela de oficiales de La Campiña, ante un auditorio de capitanes, Hidalgo ordenó identificarse a uno de ellos, y una vez que lo tuvo parado, en atención, le increpó ásperamente el haber ingresado al legajo del propio Hidalgo.
El capitán fue uno de los varios oficiales en hacerlo, por vía electrónica. Lo que aparentemente no sabían muchos de ellos es que el ingreso al legajo personal de un policía deja la identidad inequívoca de quien lo hizo.
Hidalgo, según he podido saber, ha encomendado a algunos de los mejores investigadores de la Policía el identificar a los autores y ejecutores de la campaña de rumores y acusaciones en contra suya. Así, mientras un número considerable de jefes policiales en actividad y en retiro empeñan sus energías en esparcirse anónimas cuanto tremebundas acusaciones entre sí, se descuida el trabajo policial, desde lo básico hasta lo más importante. Esa negligencia, aparejada a la evidente corrupción en el sector, hace que la percepción de deterioro en la seguridad pública no sea ilusoria sino real.
Reitero lo que escribí la semana pasada: si el Presidente de la República no quiere hacerse solo un favor a sí mismo sino al país, debe escoger con particular cuidado al próximo ministro del Interior. Una buena o mala gestión en ese ministerio repercutirá sobre casi todo el Estado, sobre todo en la última etapa del Gobierno.
Hay formas todavía incipientes de crimen organizado que pueden ser razonablemente controladas antes de que echen raíces y construyan defensas elaboradas. Si se las deja crecer y llegar a niveles parecidos a, digamos, los de El Salvador, Guatemala, México, Brasil, Colombia o Venezuela, el combatirlas y enfrentarlas se convierte en una tarea endemoniadamente difícil y costosa en recursos y en sangre; con problemas muy similares a los de una contrainsurgencia compleja.
En el inicio de una recuperación económica, frente a un conjunto plural de conflictos sociales en incubación y maduración; y en el comienzo de la campaña electoral, el Ministerio del Interior se convierte en uno de los sectores más importantes, sino el que más.
Por eso, bien haría el Presidente en tomarse el tiempo necesario para seleccionar con tino al ministro que haya de suceder la fracasada gestión de Octavio Salazar. Si hubiera tenido en su momento un buen ministro o una buena ministra, no hubiera sucedido, por ejemplo, lo de Bagua. No hubiera habido compras corruptas, como la de los portatropas. Si eso hizo el daño que ya se percibe o se conoce, ¿qué pasará si hay alguna gestión similarmente desatinada en el inicio de la transición de régimen?
Colofón del caso Crousillat.- Se pensó como una ofensiva rápida, inesperada pero temida; como una de esas incursiones de nómades rapaces entre aterrorizados aldeanos. La preparación parecía a punto: la liberación del patriarca de la cutra televisiva, cuyo patente cinismo era en sí una forma de intimidación. Y la hubo en el canal amenazado. Mamita, Crousillat. Luego, la insinuación del Presidente; la aparatosa demanda, mientras se buscaba la medida cautelar oportuna para asestar un golpe poco original pero que les había funcionado a otros en el pasado.
En lugar de eso, el caso Crousillat será estudiado en las asignaturas de estrategia como un caso de debacle en los primeros pasos de una ofensiva. Se tratará de identificar cada uno de los pasos y las decisiones que den la clave de ese fulminante fracaso. Es que las grandes victorias y las más contundentes derrotas tienen en común las decisiones originales que llevan a los más radicales resultados.
En el caso Crousillat, hubo un complejo de equivocaciones. Los perpetradores no calcularon que su apenas velada complicidad iba a catalizar una rápida resistencia. Varios de los cómplices más importantes se mantuvieron clandestinos, no sacaron la cara y, cuando empezó el sálvese quien pueda, se escurrieron a sus madrigueras. Luego, la gente que colaboró tácitamente con Crousillat mantuvo un equilibrio precario entre ayudarlo y abandonarlo; entre dejarlo hacer o proclamarse sorprendidos y pasar a perseguirlo. Crousillat, por su lado, resultó esclavo de sus reflejos. Cuando las cosas parecieron volteársele, se dio a la fuga y con eso liquidó sus hasta entonces buenas posibilidades de pelear por su libertad.
Porque si bien Alan García tuvo la facultad de indultarlo (por más que dicha facultad fuera vergonzosamente utilizada), no tuvo la de revocarle el indulto. Él no tiene autoridad como para juzgar la constitucionalidad o no de un indulto, por repugnante que éste sea. La revocación de un exceso constitucional corresponde al Tribunal, no al Ejecutivo.
Si Crousillat se hubiera quedado a pelear la constitucionalidad de su indulto, tenía buenas posibilidades de ganar. Victoria maloliente pero victoria al fin. Pero lo ganó la pavloviana. Cuando supo que la Policía lo buscaba, salió corriendo, se las picó como hace cualquier choro cuando escucha una sirena. Fue fuga en medio de un ruido de ventanas rotas, zafaderas de trasero, confesiones de burla, protestas de virtud y guillotina de ministro.
Pero el camino a la farsa ha quedado lleno de huellas.
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