Thursday, May 14, 2009

[RED DEMOCRATICA] OP.: El imperio del miedo



Excelente artículo de las ideas imperantes en las dos últimas décadas del milenio pasado y los primeros años de este lustro. La crisis financiera internacional ha hecho desaparecer de los podios de forums y universidades del mundo a varios premios Nobel de economía y finanzas, así como a varios genios de gerencia que se caracterizaron por patear de un puntapie el contrato social y los derechos de los trabajadores con el aplauso de muchísimos individuos que hoy babean y lloran por la ayuda estatal que tanto despreciaban hace pocos meses nomás; las vueltas que da el mundo, irónico ¿no?.
Saludos cordiales,
Luis
 
 

El imperio del miedo

por Noëlle Burgi*
Menos protección, más presiones para los asalariados
Noëlle Burgi*

El retroceso de la protección social y el avance del management agresivo, depredador, que confunde la explotación impiadosa con la excelencia gerencial, comienzan a ser denunciados. En base a distintos libros de publicación reciente, la autora de este artículo analiza las consecuencias de la revolución reaganiana en el mundo del trabajo, una "gran extorsión" que llevó a la destrucción sistemática del contrato social.

"Me gustan los depredadores. Me gustan porque viven de expedientes." Estamos en agosto de 1994. El hombre que así se expresa, Albert J. Dunlap, es un gran experto en reestructuraciones industriales. En su espacio de trabajo hay algunos objetos de bronce algo intrigantes: apoyados sobre su escritorio, dos tiburones describiendo un círculo; en una mesa de conferencias, un león saltando; en la recepción, un águila atacando a su presa. Dunlap tiene 52 años. Unos meses después, mientras está cómodamente retirado y un poco aburrido en los campos de golf y las canchas de tenis, Scott Paper, la empresa estadounidense que en 1907 inventó los rollos de papel higiénico, lo llama. En las semanas que siguen a su contratación, Dunlap anuncia la inminente supresión de casi 11.000 empleos, es decir un tercio de los efectivos de la empresa. Un "barrido" en todos los niveles jerárquicos, pero también un "desempolvamiento": "Hay que deshacerse de la gente que representa la vieja cultura (empresarial) –opina–; si no, te llevan la contra" (1). Dunlap tiene fama de no ser muy diplomático. Ataca el nervio. Al evocarlo, el millonario ultraconservador francobritánico James Goldsmith confesó: "Nunca vi a nadie que supiera reposicionar una empresa y tomar las duras decisiones que eso implica mejor que él. Es un cirujano, en el sentido de que tiene que hacer correr sangre para arreglar el problema del paciente" (2). Alguna vez glorificados, hoy los depredadores empiezan a ser denunciados como tales en Estados Unidos, el país que, desde principios de los años '80, dio el ejemplo de una deconstrucción sistemática del contrato social.

Individualismo contra solidaridad

¿La "revolución" reaganiana y sus consecuencias? En lo esencial, "una estafa orquestada por un Estado depredador", acusa James K. Galbraith, economista de la Universidad de Texas (3). ¿La excelencia gerencial? En realidad, una explotación generalizada, impiadosa y despótica de la mano de obra, una "gran extorsión", según demuestra en su obra The Big Squeeze el corresponsal de The New York Times Steven Greenhouse. ¿La promesa de una prosperidad para todos, según una lógica de "ganar o ganar", siempre y cuando todos se "responsabilicen" y den lo mejor de sí? Más bien, una sobreexposición de los individuos y las familias que corren riesgos sociales; riesgos fuera de su control y de sus medios financieros, cuya incidencia crece y que ya (casi) no están cubiertos. Ése es el argumento central de Peter Gosselin, corresponsal de Los Angeles Times, en su libro High Wire. En Estados Unidos, esa violencia hoy es extrema. Contrariamente a una idea bastante extendida, en Europa ello aún no ocurrió. La conjunción del retroceso de la protección social y la generalización del management agresivo atacó progresivamente a todas las capas sociales, salvo la pequeña franja de los más acomodados. Europa, que todavía está fascinada por un "modelo" estadounidense muy desacreditado por la actual crisis financiera, fue en la misma dirección, tal como lo comprueban otras obras presentadas aquí. Entre todos, estos libros muestran que los ciudadanos de los países ricos siguen siendo los que con más frecuencia deben remitirse a sí mismos, a su responsabilidad personal o a sus dificultades psicológicas cuando se ven enfrentados a las injusticias del sistema.

El sistema estadounidense de protección social descansa sobre tres conjuntos de prestaciones. El primero es provisto por los dispositivos públicos, de esencia minimalista, de último recurso y acceso limitado. El segundo conjunto, de lejos el más importante, está constituido por las prestaciones de empresas a sus empleados, sobre todo en materia de enfermedad, invalidez y jubilación. El tercero, que corre por cuenta de los individuos, depende de su capacidad para autofinanciar las pólizas de seguro privadas. Este sistema difiere en gran medida de los "modelos" sociales europeos, pero sus principios fundantes no están tan alejados de ellos como podría parecer. Durante las cuatro décadas que siguieron a la creación de la Social Security por parte de Franklin Roosevelt, en 1935, su razón de ser fue preservar los equilibrios sociales esenciales, de manera que un conjunto de obligaciones recíprocas contrabalanceara los valores de mercado y el principio de la libertad individual. Se reconocía explícitamente y se volvía a afirmar periódicamente que los individuos no estaban en condiciones de asumir por su cuenta los avatares de la existencia, y que la solidaridad social "contribuye a la estabilidad, la salud, la justicia y la humanidad de nuestro sistema de empresas privadas" (4).

A pesar de las imperfecciones del sistema, esa filosofía se hallaba en la base del contrato social. Y estalló en pedazos. Barrida por la doctrina del libre mercado, fue reemplazada por una retórica que promueve las virtudes del empowerment (5) y la "responsabilidad" individual. La reactivación de estas nociones ambivalentes (ecos del "sueño americano", aún muy extendido, del self-made man) y las campañas simultáneas que denigran al Big Government contribuyeron ampliamente a desviar la atención del público y a hacer invisible el alcance del trabajo deconstructor. Tal como advierte Gosselin en su introducción, los debates del período contemporáneo se focalizaron en la rama más débil de la protección: los dispositivos públicos. Estos últimos incluyen la ayuda social, el desempleo, la enfermedad, la jubilación y otras prestaciones, todas otorgadas bajo condiciones (muy restrictivas) de recursos. Ni siquiera la fracción pobre e incluso muy pobre de la población tiene necesariamente acceso a ellos (sobre todo en el caso de la enfermedad).

Atacados en repetidas oportunidades, incluso por el presidente William Clinton (1993-2001), la revisión y posterior baja de esos dispositivos justificaban ampliamente fuertes protestas, ya que acrecentaban la injusticia –que ya era grande– de la sociedad respecto de los más necesitados. Pero durante ese tiempo, en el sector privado, el corazón del sistema (empleadores y compañías de seguros) también estuvo profundamente manipulado. Y esto, en lo esencial, pasó inadvertido: salvo de manera puntual, no hubo reacción abierta y colectiva contra la degradación e incluso la supresión de esas prestaciones. Estas últimas cubren un amplio abanico de riesgos sociales vitales. Representan el equivalente a un salario diferido (un término que ya casi no se usa, ya que las elites europeas prefieren la noción de "cargas sociales"). En el pasado, garantizaron una protección sustancial a los empleados, en particular a aquellos de la gran industria, incluso cuando eran percibidas como ventajas marginales (de donde la expresión fringe benefits): mientras durara la estabilidad económica, era posible considerarlas con cierta despreocupación. Su cuestionamiento fue simplificado por el hecho de que no se trataba de derechos sociales garantizados por la ley propiamente dichos. Mediante reducciones de impuestos, se incitaba a las empresas a ofrecer una cobertura social a sus empleados; durante mucho tiempo, apenas si tuvieron la obligación moral de mantener sus compromisos, llegado el caso. Esa obligación pasó a ser legal una década después del shock que provocó en 1963 la incapacidad del constructor de automóviles Studebaker de honrar en más de un 15% de su valor las jubilaciones prometidas a sus siete mil empleados despedidos luego del cierre de su fábrica de South Bend (Indiana). Así pues, una ley de 1974 obligó a las empresas a constituirse un fondo de reserva para evitar la repetición de este tipo de acontecimiento. Pero en 1985 apareció el primero de una serie de juicios de la Corte Suprema que interpretaba esta ley en un sentido favorable a las empresas y a las aseguradoras: contrariamente a las intenciones del legislador, ya no se protegería a los individuos sino a la salud de los fondos.

Así fue como la ley se metamorfoseó en una herramienta para debilitar –si no borrar completamente– las obligaciones de los empleadores y de las aseguradoras para con los asegurados. La cruzada contra las "cargas sociales" fue facilitada en la misma medida. Oportunamente se concibieron otras herramientas para volver contra los individuos la responsabilidad de los riesgos sociales. Las compañías de seguros desarrollaron técnicas muy sofisticadas para no tener que cubrir, ni parcialmente ni en su totalidad, los riesgos de los que sin embargo fingían encargarse (y para informárselo a los asegurados en un lenguaje técnico prácticamente incomprensible y deliberadamente ambiguo).

Así fue como en 2005, a pesar del huracán Katrina y de algunas otras grandes tormentas, los beneficios de la industria aseguradora alcanzaron el récord de 45.000 millones de dólares. Otro ejemplo lo constituyen los planes 401 (k), introducidos a partir de 1976: sistemas de ahorro jubilatorio menos caros para las empresas que los antiguos planes de jubilación ofrecidos a los empleados. Entre estos últimos, siguieron siendo más quienes sustituyeron los primeros por los segundos. Los 401 (k) se convirtieron así en una "herramienta estratégica" para aumentar la competitividad (6) y para transferir los riesgos de insolvencia a los beneficiarios, ya que el ahorro jubilatorio era invertido en el mercado financiero, a veces incluso en las acciones de la empresa empleadora (tal era el caso de Enron).

Por último, en caso de pérdida de empleo, se interrumpen o se pierden las prestaciones sociales tales como el seguro por enfermedad, salvo si la persona desempleada o "en transición" hacia un nuevo empleo, generalmente menos remunerado, tiene los medios para financiarse ella misma las primas del seguro (aumentadas por las tarifas administrativas) (7).

Recompensar y castigar

Al analizar la crisis de 1929, dos economistas (citados por Gosselin), Richard Burkhauser y Greg Duncan, mostraron que el hundimiento de la Bolsa y el desempleo no explicaban por sí mismos las dificultades que por entonces enfrentaron los estadounidenses. En esa época, pocos estaban afectados al mercado financiero y el 75% de los empleados habían conservado su trabajo. Para que temblara la existencia de una familia, alcanzaba con unos pocos acontecimientos ordinarios: una enfermedad, un accidente, un divorcio, el nacimiento no buscado de un hijo, una baja en el sueldo o de las horas trabajadas. Siguiendo su razonamiento al estudiar, esta vez, la época de fasto de los años '70 y '80, los mismos investigadores observaron un fenómeno idéntico. Y, como lo demuestra Gosselin a través de relatos de vida y muchas otras fuentes, el "caos económico" no hizo más que acentuar esa tendencia. Favorecidas por las destrucciones de empresas –que en un mismo año fueron casi tan numerosas como las creaciones–, o incluso por las reestructuraciones y las reorganizaciones permanentes, se multiplicaron las situaciones en que los individuos, enfrentados a brutales caídas de ingresos, descubrían que estaban avanzando por una cuerda floja pero no tenían red, contrariamente a lo que habrían podido esperar si hubieran estado asegurados.

Sobre este fondo de inseguridad social prospera el management agresivo. "Si quieres que te quieran, consíguete un perro. En los negocios, ¡hazte respetar!", explica Dunlap. Para lograr que los empleados trabajen duro, sólo hay dos métodos: recompensarlos o castigarlos, afirma el profesor Jerry Newman, interrogado por Greenhouse. Por eso, si quieren controlarse los costos con presupuestos constantemente estrechados, hay que castigarlos. Ejercer presión sobre ellos sin piedad, maltratarlos, intimidarlos, humillarlos, acosarlos, llevar cada vez más lejos las exigencias y no dudar en infringir la ley. La reglamentación, que de por sí es débil en Estados Unidos, puede evitarse fácilmente para arrancar todo lo que se pueda del "trabajador asustado", muy amenazado por la competencia de la mano de obra ilegal (8) e incluso, en ciertos casos, por el trabajo infantil. Los "empleos extremos" de entre sesenta y ochenta horas por semana se han convertido en moneda corriente. Pero la paga no necesariamente se condice, pues también se usa no remunerar las horas extra según la tarifa legal o incluso no remunerarlas en absoluto. Es que los managers deben respetar las líneas presupuestarias y las cuotas que se les imponen. Así es como se los induce a "rectificar" la cantidad de horas trabajadas en sus computadoras, a impedir a los asalariados que se tomen pausas, a desfalcar sus tiempos muertos, a explotar a sus subordinados sin dejar rastros impidiéndoles fichar. Para no hablar de amenazar con despidos a aquel o aquella que ose quejarse o que no entienda que "¡las horas extra están prohibidas!". También se los induce a reemplazar según su buena voluntad parte de sus equipos por "efectivos justo a tiempo", la masa de mano de obra de refuerzo (contingent workers) que a veces es contratada por teléfono para tareas ocasionales. Entre ellos hay trabajadores temporarios (o "consultores"), "independientes", free lance y otros: unos 18 millones de personas en 2005, sin contar a los trabajadores –y sobre todo trabajadoras– de tiempo parcial (cuyo número es equivalente). También se apela a una mano de obra calificada importada del exterior, de India por ejemplo, al tiempo que se subordina el pago de las indemnizaciones a empleados cesanteados por despido a la condición de que garanticen durante un mes la formación de los recién llegados. En medio de un plan de supresiones de puestos de trabajo, estos managers son capaces de decir: "¡Sonríe más a menudo para demostrar qué agradecido estás de conservar tu empleo!". A veces encierran con llave a los equipos nocturnos o incluso encadenan las salidas de emergencia. Los inmigrantes "ilegales" son las primeras víctimas de este último método practicado por el gran distribuidor Wal-Mart (o sus subcontratistas), pero también por otros, entre ellos algunos supermercados "étnicos" de Nueva York.
El maltrato en el trabajo no es un fenómeno aislado. En Estados Unidos tiene alcance nacional y se despliega en proporciones extremas. Lo mismo ocurre en algunos otros países, entre ellos el Japón que describe Satoshi Kamata en Toyota. L'usine du désespoir: "Muchas veces escuché la historia de obreros que se suicidaron tirándose desde lo alto de una máquina o desde el techo de la chimenea. Los que me contaban eso me decían que, curiosamente, esos hechos no aparecían en los diarios".
Mejor protegida en términos generales, aunque sembrada de agujeros negros y zonas de no derecho, Europa occidental no se ha salvado de la propagación de la vulnerabilidad ni de las prácticas y las consecuencias del management agresivo. ¿Cómo es que los ciudadanos lo aceptan y lo apoyan?

Desarmar al trabajador

En un primer análisis puede verse el efecto de la virulenta ofensiva antisindical de los últimos treinta años, tal como lo señala, para Europa, un capítulo de Le Conflit social éludé, un libro colectivo. A fortiori, se verá el efecto de la desregulación y de la inmensa limitación que ejercen las nuevas formas de organización del trabajo. Estas últimas tienen la particularidad de querer imponer a la sociedad un proyecto "racionalizador" totalmente refractario a la crítica de sí mismo, al tiempo que explota los imaginarios y los deseos más íntimos de los ciudadanos-consumidores. En L'Idéal au travail y Le Travail du consommateur, Marie-Anne Dujarier profundiza este análisis y propone, con un estilo vivaz, un estudio de los mecanismos por los cuales la subjetividad de los empleados e incluso –aunque de manera diferente– la de los consumidores es convocada, captada e instrumentalizada en una búsqueda permanente de la "excelencia" (9), del "cada vez más" (rentable, heroico, disponible, competente). Aunque es inalcanzable en la vida concreta, se exige de parte de los empleados este ideal imposible. Los cuadros de las grandes empresas les ordenan estar a la altura de sus "responsabilidades" y movilizar sus "capacidades de iniciativa" para hacerlo posible y resolver, so pena de sanciones, las contradicciones y los conflictos inherentes a las condiciones prácticas de realización de la actividad. En otras palabras, las dificultades del trabajo real son negadas por las jerarquías. O más bien "rechazadas" hacia el asalariado de base en una suerte de "voltereta prescriptiva". Sorprendido, el lector se da cuenta de que él también, en tanto consumidor, está contribuyendo, y de que "trabaja" de diversas formas para acrecentar la fortuna de los depredadores. Entre otras cosas, y muy a su pesar, se convierte en una herramienta de coerción suplementaria utilizada contra el asalariado, "el depositario de un trabajo de capataz" bajo la forma preconstruida del "cliente rey". Lo quiera o no, participa de la invisibilización del poder, de la puesta en competencia de todos contra todos y de la alienación social y cultural.
Sin embargo, hay que ir más allá de una simple puesta al día de la explotación, de la coerción o de la dominación si lo que se quiere es medir sus efectos con justeza. Emmanuel Renault (Souffrances sociales. Philosophie, psychologie et politique) se pregunta: ¿cómo es que los sujetos sociales se ven inducidos a hacer lo que consideran explícitamente injusto o indigno, inmoral o perverso? Por ejemplo, asumir el despido de colegas, aceptar el agravamiento de las condiciones de trabajo y remuneración, cerrar los ojos ante el acoso del que los demás son víctimas o, alternativamente, sentirse culpable cuando es uno mismo el que es maltratado…
Aquel o aquella que se "anestesia" así para soportar situaciones sociales "normalmente" insoportables paga el precio por un sufrimiento cuyo origen y cuyas consecuencias sociales y políticas son negadas con mucha facilidad. Variables según los individuos, las múltiples expresiones de este sufrimiento (alcoholismo, depresión, suicidio en el lugar de trabajo) se cargan a la cuenta de la psicología individual, se las instrumentaliza para hacer invisibles los problemas sociales y despojar a los individuos de su poder de reivindicación. Y para ceñir aún más un orden económico y político que "elude" el conflicto y no reconoce su legitimidad. ♦

REFERENCIAS

(1) Glenn Collins, "Tough Leader Wields the Ax at Scott", The New York Times, 15-8-1994.

(2) Ibid.

(3) James K. Galbraith, The Predator State. How Conservatives Abandoned the Free Market and Why Liberals Should Too, Free Press, Nueva York, 2008.

(4) Como dijo en la década de 1970 Richard Nixon, citado por Gosselin.

(5) La palabra empowerment, tan de moda, no tiene equivalente en español, aunque comienza a usarse el término "empoderamiento"; es polisémica y remite a la idea de darle al individuo los medios, el "poder" de hacerse cargo de él mismo.

(6) Ese cambio de sistema permitió al grupo Caterpillar aumentar sus ganancias en 75 millones de dólares a lo largo de un año, por ejemplo.

(7) Entre 2000 y 2006, la cantidad de personas privadas de seguro por enfermedad en Estados Unidos pasó de 8,6 millones a 47 millones. Al mismo tiempo, gracias a los aumentos impuestos por los patrones de las empresas, la suma de la participación financiera de los empleados en una aseguradora por enfermedad sustentada por el empleador aumentó en un 83%.

(8) Se calcula que son siete millones los inmigrantes que trabajan ilegalmente en Estados Unidos.

(9) Ver Nicole Aubert y Vincent de Gaulejac, Le coût de l'excellence, Seuil, París, 1991.



*INVESTIGADORA EN EL CENTRO DE INVESTIGACIONES POLÍTICAS DE LA SORBONA (CNRS).

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