Monday, February 17, 2014

[RED DEMOCRATICA] No. 314, Alejandro Obregón

 


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DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIALFabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo, Marcos Fabián Herrera, Maldoror. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).

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con el asunto “Retiro”

 

 

Alejandro Obregón

 

ORIGEN DE UN PINTOR

 

Por Juan Gustavo Cobo Borda

 

 

Publicamos un fragmento del texto de Cobo Borda sobre el esencial artista Alejandro Obregón, perteneciente al libro Ensayistas bogotanos, aparecido en la Colección Los Conjurados y ya disponible en todas las librerías colombianas.


La ola, la borrasca, la conflagración de un cielo que se derrumba sobre un mar inquieto, esa apretada superposición de colores, en veladuras y transparencias exquisitas, en racimos de grafías, que conocen en definitiva su fugacidad, ante el desmesurado espectáculo de una tormenta oscura. De unas nubes sombrías, que apagan todo con la fuerza que el hombre no puede doblegar.

Así la lancha se volteará y Bernardo Restrepo Maya, Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, Juancho Jinete y el propio Gabriel García Márquez contarán, a su modo, la historia: la del náufrago que flotaba como una medusa y Obregón extrajo del agua literalmente de los pelos y tiró al fondo de la lancha como un sábalo. Historias de navegantes. Ciclones del Caribe. Huracanes, cada temporada, con nombre de mujer, como el Katrina, por ejemplo, hoy en día.

A Obregón le gustaban los riesgos. Medir fuerzas. El ponerse a prueba. El gesto físico que revelaba un carácter, que desde el hombro llegaba a la punta de los dedos para conducir la brocha y trazar así la delimitación de un espacio. El escenario donde la alharaca del trópico buscaba su final resolución en un silencio muy diciente, pletórico de todo cuanto había visto y acumulado.

Un pintor que sabía de memoria mucha poesía inglesa, que había admirado mucha pintura y que rindió homenaje tanto a Zurbarán como a Paul Klee. Que sería muy capaz de irse con León de Greiff al palacio presidencial para decirle a Carlos Lleras que reconsiderara su decreto de expulsión del país de Marta Traba.

Obregón sabía cuándo hacerse presente, en qué momento tomar partida, no propasarse en la obscenidad promiscua de las entrevistas y hablar más bien en tajantes sentencias, un tanto esotéricas, pero debido a su concentración, difíciles de tergiversar: «Dibujar es escribir. Pintar es decir». «Un cuadro no debe representar, debe existir en base a su propia energía». Había llegado a ello, en una larga y laboriosa trayectoria que, por cierto, había sido estudiada bien desde sus comienzos.

En la Crónica de la moderna pintura colombiana (1934-1957), de Walter Engel, que en 1957 había publicado la revista Plástica, en dos entregas, se habla de los primeros cuadros de Obregón exhibidos en el V Salón Anual de Pintura, de 1944, donde ya se destacaba «Retrato del pintor», por su «refinada sencillez», «iniciación de lo que posteriormente íbamos a llamar época gris, o sea el primer estilo claramente definido del pintor que se dio a conocer en Bogotá».

En 1945, en el IV Salón Anual, una pequeña cabeza femenina titulada «Retrato», realizada «íntegramente en brochazos sueltos, enérgicos y audaces»: si se quisiera ya desde entonces una buena definición de Obregón era esta, de sus tajantes ángulos cruzándose sin temor.

Pero es el año 1948 titulado por Walter Engel como «Un año cumbre bajo el signo de Alejandro Obregón», el que opone a la tragedia del nueve de abril, incendios, cadáveres, destrucción, saqueos, el esfuerzo creativo. La respuesta del arte.

Exposición individual de Obregón el 28 de abril en la Sociedad Colombiana de Arquitectos. Su época «oscura», donde prevalecen «pardos, azules y grises oscuros, y el negro. Y prevalece también la constructiva y consciente deformación», que mostrará su admirativo reconocimiento del deformador por excelencia: Pablo Picasso.

Ese minotauro de la pintura al cual, hecho curioso, le rendirá un explícito homenaje titulado «Elegía a Picasso», de 1968, con un hombre-toro a la izquierda y un cóndor a la derecha, como símbolos muy propios de su tributo, y en el centro los negros ojos penetrantes del español y su sólida cabeza calva, sobre un fondo negro. El monarca nunca destronado del arte moderno que en una ocasión en París colgó un cuadro suyo y le dijo: «¡Obregón, qué buen nombre para un pintor!»

Pero en 1948 otros dos hechos merecen destacarse. Luego de Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña y Miguel Díaz Vargas, Alejandro Obregón es nombrado Director de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, que dependía del Consejo Directivo de la Universidad Nacional cuyo rector era entonces Luis López de Mesa. Por su parte, la directora del Museo Nacional, Teresa Cuervo Borda, encargará a Obregón la selección de un gran salón de arte contemporáneo que, inaugurado el 12 de octubre de 1948, se conocería como el «Salón de los XXVI» por el número de participantes.

Donde la vieja guardia, por decirlo así, Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Carlos Correa, Marco Ospina y Alipio Jaramillo, convivirían con las nuevas promesas: Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, Guillermo Wiedemann, Lucy Tejada y Sofía Urrutia, además de Obregón mismo y el escultor Edgar Negret.

El año 1948 concluyó con el «Salón de los Seis», también organizado por Obregón con seis alumnos de la Escuela de Bellas Artes. Escuela que, a pesar de la renovación instaurada (Alberto Zalamea sustituye a Rafael Maya como profesor de Historia del Arte) no parece dar frutos. Ninguno de los seis prosigue ni trasciende.

Sin terminar su periodo como director de la Escuela, Obregón parte con Sonia Osorio en un buque de carga para Francia. Pero ya había dado varios testimonios de su cada vez más sólida vocación pictórica y su presencia pública como animador del arte moderno y las últimas promociones.

A su regreso en 1955 se encontrará con otro mundo. Pero resulta interesante destacar cómo desde el año 1944 los pintores ya conocidos escribieron sobre Obregón en forma elogiosa. Hay notas de Gonzalo Ariza, Marco Ospina, Luis Alberto Acuña e Ignacio Gómez Jaramillo, además del poeta mexicano, residente entonces en Colombia, Gilberto Owen, que así lo reconocen. También lo hicieron los críticos como el ya mencionado Walter Engel, seguidos por Jorge Gaitán Durán, Clemente Airó, Luis Vidales, y el crítico-galerista Casimiro Eiger, más tarde, desde sus programas de la Radio Nacional. No era un panorama tan yermo, como se ha presentado, y la llegada de Marta Traba no hará más que ampliarlo y consolidarlo, con su entusiasmo polémico.

Para referirnos al periodo 1955-1960 Álvaro Medina en su libro El arte del caribe colombiano (2000) hace mención al aporte de los dos maestros costeños, Alejandro Obregón y Enrique Grau, fundamentales en el proceso de renovación.

«Bajo la influencia del cubismo órfico, con vagas reminiscencias del cubismo sintético, influencia resuelta en una figuración cruzada de planos geométricos completamente autónomos con relación a los contornos de los motivos que componían las obras, Obregón y Grau marcaban la pauta, el primero con una vasta serie de bodegones simbólicos que giraban casi siempre en torno al duelo y la muerte; el segundo con su fidelidad a la figura humana, que en 1957, declinó fugazmente a favor de la abstracción pura». (Medina, 2000: 23)

Estos eran algunas de las referencias en que se insertaría el trabajo de Obregón en su primera época que Eugenio Barney Cabrera en una monografía de 1967 titulada «El itinerario de Alejandro Obregón» subdivide en varias etapas.

Hablaría así Barney Cabrera de una primera etapa «naturalista» anterior a 1944 como «El camión rojo» de 1942. De un periodo francés emparentado con el cubismo (1949-1954) y de un periodo «gris» que, según algunos, perdura hasta 1961. Doce años de pintura magistral.

Se intercalan allí épocas oscuras (1948) y periodos (1952-1958) formalista con un tema obsesivo: los objetos simbólicos. Aquí bien cabe la observación de Graham Dixon en su soberbio libro sobre Caravaggio (2011): «Su idea del bodegón no consiste en una reunión de objetos, sino en un teatro de formas» (p. 164).

Los bodegones de Obregón también tienen algo de prestidigitador que monta un escenario donde pueden ir tanto los clavos y el martillo de la crucifixión de Cristo como copas, peces o palomas, cuchillos, flores y frutas. A veces solitarios en su aislamiento; en otras, superpuestos en difíciles equilibrios, pero todos, de algún modo, intentando establecer diálogos y asociaciones, empatías comunicativas. Se consideraba entonces a Obregón como un expresionista romántico, con su contrapunto entre la figuración y una abstracción muy personal y un tanto geométrica que nunca se desprende del todo de la naturaleza. Al contrario, ella estaba siempre ahí, vuelve a ella. La estudia, fragmenta o descompone. La torna prismática. La abre en una indagación cromática que tiene mucho de cirugía colorística, de pregunta para que forma y color expongan sus secretos. El color emotivo, temperamental, y las formas lapidarias pero no por ello menos naturalistas. Aritmética humana que se hará alfabeto en el solitario retrato de su hijo Diego, de 1955.

Pero Obregón semeja un naturalista con perros y flores, sandías o siluetas de peces, en su «Bodegón en blancos» (1954) o de pájaros como en su «Caballito de bronce» (1956) o de su «Gato» (1958). Cruza la tela con toda clase de líneas y sombras, diversas intensidades de color, la opaca, oculta en alguna forma al animal o el objeto o la ubica de modo impensado y poco convencional. Pero siempre está allí.

Siempre la naturaleza late con fuerza o con rabia, como lo atestigua su «Desastre ecológico en la Ciénaga de la Virgen», de 1986, donde el trasfondo es de eclipse apocalíptico, de lunas que se extinguen en medio de ese clamoroso repudio de colores que se disgregan en la ruptura de toda armonía. Donde parecen ahogarse en la muerte todos sus peces y todas sus aves.

Podemos retornar, entonces a las caracterizaciones de Barney Cabrera y a sus «particularidades temáticas», para hacernos una idea del surgimiento de Obregón como pintor y del modo como desplegó sus intereses:

1.. Retratos.

2.. Los símbolos o temas del litoral o de índole marítima.

3.. El tema de la violencia o del drama humano en Colombia.

4.. El símbolo del toro y del cóndor.

5.. El tema telúrico en general o la voz épica, con utilización del mito.

Símbolo y magia: estas dos constantes del trabajo de Obregón definirían su pintura. En todo caso, la geografía se había tornado emotiva, cargada de fuerza en el lienzo y representaba al país en todos sus extremos climáticos y figurativos, de la barracuda hasta el cóndor. Pero también las formas habían adquirido un dinamismo insospechado, la velocidad de una visión que, de forma simultánea, se desplegaba y se ahondaba. Era el horizonte pero a la vez el primer plano. El nacimiento que brota como un volcán del fondo del mar pero también la clausura donde todo se extingue, y la última flor yace calcinada. Tal el dilatado alcance que logró la pintura de Alejandro Obregón.

 

 

Un minuto de palabras por

Mariano Flores Castro

 

Ciudad de México (1948-2014). Fue agregado cultural en Costa Rica (1972), Suiza (1973-1974) y en la UNESCO y director de Artes Plásticas del Instituto Nacional de Bellas Artes. Colaboró en casi todas las publicaciones culturales mexicanas. Fundó la revista Imaginaria en los años setenta y editó libros en la colección que llamó con ese mismo nombre. Especialista en artes plásticas, ante todo fue un notable poeta, entre cuyos libros se cuentan: El hijo de Hipotenusa, El arte de un día difícil y el último, quizás el mejor, Mirar a ciegas.

 

MIRAR A CIEGAS

 

Ondulas en el pabellón de otras miradas,

danza escalofriante de la muerte.

 

Brillas en jardines escondidos

pero sé que estás ahí

y hago por no verte

cubriéndome la cara con las manos.

 

Ni cobarde ni eterno, espero tu señal

y escribo sin cesar para engañarte.

 

 

TEXTOS RECOBRADOS - CUENTO

La victoria de un taxidermista

 

 

Por H.G. Wells

 

En homenaje al escritor inglés Herbert George Wells (1866-1946), autor de obras maestras como: La máquina del tiempo, La guerra de los mundos y El hombre invisible, publicamos una de sus ficciones más irónicas, donde su protagonista juega a modificar las leyes de la Evolución.

Mencionaré algunos de los secretos de la taxidermia. Me los refirió un taxidermista en estado de euforia, entre el primero y el cuarto whisky, cuando se abandona la cautela y aún no se está ebrio. Estábamos sentados en su madriguera, para más precisión en su biblioteca, que era simultáneamente sala de estar y comedor. Una cortina de abalorios la separaba –por lo que al sentido de la vista se refiere– del pestilente rincón donde practicaba su oficio.

 Estaba sentado en una hamaca y, con sus pies protegidos por unas zapatillas, que consideraba como unas reliquias, daba golpes a los carbones que no ardían o los eliminaba poniéndolos sobre la chimenea, entre la cristalería. Los pantalones, para mencionarlos rápidamente pues nada tienen que ver con sus victorias, eran de tela escocesa de un horrible amarillo, de los que hacían cuando nuestros padres llevaban patillas y había festines en el país. Además tenía el cabello negro, la cara rosada y los ojos de un marrón feroz, y su chaqueta consistía en una capa de grasa sobre una base de pana. La pipa poseía una cazoleta de porcelana con la imagen de las Tres Gracias, y llevaba siempre las gafas torcidas de forma que el ojo izquierdo, diminuto y penetrante, lo exterminaba a uno desde su desnudez, mientras que el derecho se mostraba oscuro, aumentado y suave tras el cristal.

 Se expresaba en los siguientes términos:

–Jamás hubo un hombre que disecara como yo, Bellows, nunca. He disecado elefantes, he disecado polillas, y todo lo que he disecado parecía mejor y más vivo que al natural. He disecado seres humanos, en especial ornitólogos aficionados, aunque también disequé en una ocasión a un negro. No, no existe ninguna ley que lo prohíba. Lo hice con todos los dedos extendidos y lo usé como percha para sombreros; pero ese necio de Homersby cazó una pelea con él una noche, ya muy tarde y lo estropeó. Fue antes de que nacieras. Es muy difícil conseguir las pieles, de no ser así haría otro.

¿Desagradable? No me parece. A mi entender, la taxidermia es una fecunda tercera alternativa a la inhumación y a la cremación. La gente podría mantener a su lado a los seres queridos. Adornos de ese tipo distribuidos por la casa harían tan buena compañía como la mayor parte de la gente, y saldría más barato. Se les podría involucrar mecanismos para que hicieran algunos oficios. Desde luego habría que barnizarlos, pero no tendrían que resplandecer más de lo que mucha gente brilla por naturaleza. Pienso en la testa calva del viejo Manningtree... De cualquier forma, se podría hablar con ellos sin que interrumpieran nuestro discurso. Incluso las tías. La taxidermia tiene un gran porvenir, ya lo verás. Están también los fósiles...

 De pronto se quedó en silencio.

 –No, me parece que no debería contarte eso –chupó la pipa  reflexionando–. Gracias, sí. No demasiada agua. Desde luego, se entiende que lo que te cuente ahora no saldrá de estas paredes. ¿Sabes que he hecho algunas aves extintas como los dodos y el alca? ¡No! Evidentemente no eres más que un aficionado a la taxidermia. Mi querido amigo, la mitad de las grandes alcas que hay en el planeta son tan auténticas como el pañuelo de la Verónica o como la Sagrada Túnica de Tréveris. Las hacemos con plumas de somormujo y cosas así. ¡Y también los huevos de la gran alca!

 –¡Santo cielo!

 –Sí, los hacemos de porcelana fina. Te aseguro que vale la pena. Llegan a costar mucho... uno llegó a trescientas libras justo el otro día. Ése era realmente auténtico, según creo, pero desde luego nunca se está seguro. Es un trabajo muy delicado, y posteriormente hay que envejecerlos porque ningún poseedor de estos refinados huevos comete jamás la temeridad de limpiarlos. Eso es lo atractivo del negocio. Incluso cuando sospechan de un huevo no les gusta examinarlo con detenimiento. En el mejor de los casos es un capital muy frágil...

No sabías que la taxidermia alcanzara semejantes cumbres. Pues, amigo mío, las ha alcanzado mayores. Yo he rivalizado con las manos de la mismísima Naturaleza. Una de las grandes alcas auténticas –su voz se convirtió en un murmullo–... una de las auténticas, la fabriqué yo.

No. Tienes que estudiar ornitología y descubrirlo por ti mismo. Es más, una agrupación de comerciantes me ha propuesto poblar con especímenes uno de los ignotos islotes rocosos al norte de Islandia. Tal vez lo haga algún día. Pero en estos momentos tengo otra cosa entre manos. ¿Has escuchado hablar del Diornis? Es uno de esos grandes pájaros que se han extinguido en Nueva Zelanda. Comúnmente se les llama moa, justo porque han desaparecido: no hay ningún moa vivo. ¿Comprendes? Bueno, se conservan huesos, y en varias marismas han aparecido incluso plumas y trozos secos de su piel. Pues bien, voy a... bueno, no hay por qué ocultarlo, voy a falsificar un moa disecado completo. Conozco a un sujeto por ahí que pretenderá haberlo hallado en una especie de ciénaga antiséptica y manifestará que lo disecó inmediatamente porque amenazaba con hacerse pedazos. Las plumas son muy especiales, pero he conseguido un método maravilloso de trucar trozos chamuscados de pluma de avestruz. Sí, ése es el nuevo olor que has advertido. Sólo pueden descubrir el engaño con un microscopio y nunca se molestarán en hacer pedazos un hermoso espécimen para eso.

 De esta manera, como ves, aporto mi cuota al avance de la ciencia. Pues todo eso es pura imitación de la Naturaleza. Sin embargo en mi carrera profesional he hecho mucho más que eso, la he vencido…

 Retiró los pies de la chimenea y se inclinó reservadamente hacia mí.

 –He creado pájaros –dijo en voz baja–. Especies nuevas. Mejoras. Pájaros nunca vistos.

 Después de un silencio denso recobró su postura. 

 –Enriquecer el universo, verdaderamente. Algunos de los pájaros que inventé eran clases nuevas de colibríes, eran animales muy bonitos, aunque alguno era simplemente extraño. El más raro creo que fue el Anomalopteryx Jejuna. Del latín jejunus-a-um, vacío, se llamaba de esa manera porque realmente no tenía nada, era un pájaro totalmente vacío, salvo el disecado. El viejo Javvers es el que lo posee ahora, y sospecho que está casi tan orgulloso de él como yo: su autor. Es una obra magistral, Bellows. Tiene la estúpida torpeza de tu pelícano, toda la falta de dignidad de tu loro, toda la escuálida delgadez de un flamenco con la extravagante pugna cromática de un pato mandarín. ¡Qué ave! La hice con los esqueletos de una cigüeña y un tucán, y un manojo de plumas. Para un gran maestro en el arte, apreciado Bellows, esa clase de taxidermia es puro placer.

 ¿Cómo se me ocurrió? De manera bastante simple, como sucede con todos los grandes inventos. Uno de esos jóvenes geniales que escriben notas científicas en los periódicos consiguió un folleto alemán sobre los pájaros originarios de Nueva Zelanda, y tradujo parte de él a punta de diccionario y de sentido común –con lo raro que es este sentido–, y se hizo un lío con el Apteryx vivo y el Anomalopteryx extinto. Mencionaba un pájaro de cinco pies de altura que vivía en la selva de la Isla del Norte, extraño y elusivo, cuyos ejemplares eran difíciles de conseguir. Javvers, que incluso como coleccionista es una persona ampliamente ignorante, leyó esos párrafos y prometió que conseguiría un ejemplar a cualquier precio. Asedió a los comerciantes con pesquisas. Eso demuestra lo que puede lograr un hombre obstinado, la fuerza de la voluntad. Ahí estaba un coleccionista de pájaros jurando que hallaría un espécimen de un ave que no existía, que nunca había existido, y que a causa de la propia vergüenza, de su particular inelegancia, posiblemente no existiría en estos instantes de haber podido impedirlo. Y lo logró. Lo consiguió.

–¿Otro whisky, Bellows? –interrogó el taxidermista regresando de una fugaz contemplación de los enigmas del poder de la voluntad y de las mentes de los coleccionistas. Y una vez llenados nuevamente los vasos, procedió a contarme cómo había construido la más atractiva de las sirenas, y cómo un predicador nómada que no podía captar su audiencia por culpa de ella la destrozó en Burslem Wakes diciendo que aquello era idolatría o algo malvado. Sin embargo como el diálogo de todas las partes implicadas en esta transacción, su creador, el presunto conservador y el destructor no es muy adecuado para emprender su publicación, este divertido incidente debe permanecer inédito.

 El lector no acostumbrado a los sinuosos procedimientos de los coleccionistas podrá tal vez dudar de mi taxidermista, pero en lo referente a los huevos de la gran alca y de los falsos pájaros disecados, he sabido que tienen la confirmación de distinguidos escritores de ornitología. Y el texto sobre el pájaro de Nueva Zelanda ciertamente fue publicado en un periódico matinal de impecable reputación, pues el taxidermista tiene un ejemplar que me ha enseñado con vanidad.

 

(Traducido exclusivamente para Con-Fabulación por Fernando Aristizábal)

 

 

 

Adios, maestro Montes

 

Por Sandra Soler*

 

El 12 de febrero murió el maestro José Joaquín Montes (1926- 2014). Para muchos una persona desconocida, incluso para quienes estamos en el campo del lenguaje. No es de extrañar, le interesaba algo llamado dialectología, una disciplina con poco o ningún prestigio en estos tiempos posmodernos en los que se esconde la futilidad bajo denominaciones tan  rimbombantes  como etéreas.

Para quienes nos educamos una generación atrás, resulta difícil aceptar la muerte prematura de las disciplinas. Como lingüista no logro entender por qué es más importante pensar en la constitución del sujeto en el lenguaje o el problema del poder y el discurso, que el lenguaje juvenil, el uso de las formas de tratamiento del español  o el uso de los diminutivos. Quizá una mirada más amplia permitiría comprender los estrechos vínculos entre las nuevas perspectivas del lenguaje y los enfoques clásicos. 

Cuando realicé mis estudios de maestría en el Instituto Caro y Cuervo, ICC, conté con el honor de conocer al Maestro Montes, quien impartía la catedra de Dialectología hispanoamericana. Durante el primer año de estudio lo veía en la biblioteca de Yerbabuena ubicada a las afueras de Bogotá. Pocas veces intercambiamos algo más que el saludo. Por su forma de vestir,  de caminar y por sus gestos, lo veía como un personaje fuera de época, sin advertir que estaba frente a uno de los últimos representantes de una ciencia, que decaía sin haber alcanzado su mayoría de edad.

En el segundo año de estudio de maestría, quienes elegimos la lingüística frente a la literatura, teníamos el curso de dialectología y el maestro Montes era su titular. En honor  a la verdad, la clase pasó sin mayores altibajos; el maestro Montes no era lo hoy día llamaríamos un “gran docente”, experto en la pedagogía y la didáctica. Las clases eran sucesivas exposiciones de los estudiantes sobre distintos temas y autores, pocas veces se oía su torrentosa voz; aunque sí se evidenciaba su erudición y asombraba su impresionante memoria, sencillez y modestia.  Esto último lo vine a comprender cuando al llegar a España, descubrí que casi todos mis compañeros de doctorado, lo conocían y habían leído sus textos. Algo significativo, si como conté en otro texto, no sabían por ejemplo quién era Van Dijk. Comprensible por demás teniendo en cuenta la amplia tradición filológica española.

Pero mi verdadero encuentro con el maestro Montes se dio cuando ingresé a trabajar al ICC en la sede Yerbabuena, las cosas habían cambiado: Compartimos más tiempo, más espacios y yo ya había profundizado un poco más en la lingüística. Entonces comprendí que los verdaderos maestros no están en las aulas. Lo primero que hice fue pedirle que leyera mi tesis doctoral y me diera un concepto. Para mí eran muy importantes sus comentarios, mi tesis trataba del español de Bogotá e incluso el corpus de análisis había sido tomado bajo la dirección del maestro Montes. Sería mi primer lector conocedor del tema y del contexto.  Pronto recibí su respuesta. Siempre recordaré sus palabras; entre otras cosas me preguntó cuál era el fundamento de las explicaciones que yo daba a los fenómenos analizados; le conté que fueron presionados por mi director de tesis quien creía que una tesis doctoral debería ir más allá de la descripción y el análisis por bueno que fuera, y que dado que no había mucha literatura al respecto, yo había apelado al sentido común. –Sandra, pero me parece que su sentido común es el menos común de los sentidos. Me causó mucha risa, era obvio que no estaba convencido de mis explicaciones; yo tampoco. Pero él me había enseñado la importancia de la  intuición en la lingüística. 

Fueron muchas las caminatas que compartimos durante ese año de trabajo mío en el ICC. En ese tiempo aprendí que no solo los poetas aman las palabras. A las 12 m. en punto estaba listo para salir a caminar por los alrededores de la hacienda Yerbabuena. Era un ritual, y mientras el caminaba yo casi corría tras de él. Hablábamos de muchas cosas, pero sobre todo, de mis disquisiciones filológicas: mis hipótesis sobre la revitalización del sumercé en Bogotá; el racismo en la lengua, así aprendí la palabra guajibiar: cazar indígenas. Incluso hablamos de la estética de las palabras, le preguntaba si no sería más cierta la certeza si se escribiera con ese, si no le parecía que palabras como ermitaño deberían escribirse con hache o si la palabra cerveza no se vería más bonita con ese (la lengua catalana me dio la razón). En ocasiones le causaba risa, en el fondo también era uno de mis objetivos. Era una persona tímida, introvertida, pesimista y bastante escéptica; con esa mezcla de entre tristeza y dolor que tanto conmueve. Me impresionaba su particular gusto por la cultura rusa: era un lector voraz de la literatura rusa; recitaba fragmentos completos de las obras de Dovstoyevski y Tolstoy, casi siempre con el tema de la muerte. Dicen que en las famosas celebraciones del ICC, después de unas copas, hablaba en ruso, y ahora pienso si su pasión por el ajedrez no vendría de allí, quizá también sus ideas políticas.

En la novela Noches blancas, Dostoyevski sentenciaba que “hay gentes a quienes damos las gracias solo por haberse atravesado en nuestro camino”. Gracias, maestro.

 

*Directora del Doctorado Interinstitucional en Educación, Universidad Distrital Francisco José de Caldas


 

 

CARTAS DE LOS LECTORES

 

CRÓNICA DE UN VIAJE AL ORIGEN. Hago mi tesis de Doctorado sobre la obra de Gonzalo Márquez y al leer su crónica sobre Grecia (“El vuelo de la sirena”), país que he visitado tres veces y que considero mi cuna, sentí una conmoción interior. Con este autor me ocurre que lo identifico desde el primer párrafo aunque cambie de género literario, su acento es inconfundible, único. ¡Viva Grecia! Claudine Farrell, París

* * *

EL VUELO DE LA SIRENA. Apreciado Gonzalo Márquez, has logrado hacerme un nudo en la garganta. Porque si bien es cierto que la vida no me ha dado la oportunidad de conocer a Grecia y eso duele, sí, he nacido debajo de ese inverosímil azul veraniego de tres meses virtualmente sin una nube en el cielo y al lado del Mare Nostrum, ese imposible, Mediterráneo. Tu texto es espléndido. Nunca fui fascista y menos aún imperialista, pero si hay algo que le reprocho a Mussolini, fue no haber logrado su objetivo (le fue como a los perros) al ocupar Grecia, fue no haberla hecha italiana. Hubiera sido justo porque es nuestra abuela y los italianos adoramos a las "nonna".

No hay forma de pensar en Roma sin antes no haber pensado en Atenas. No hay forma de pensar en la cultura europea sin pensar en Ellas primero. Quise estudiar griego desde niño, y un poco más grande, alemán. Chapuceo algunas palabras de ambos idiomas porque he de confesarte una debilidad, un talón de Aquiles para estar en el tema, mi pasión por la filosofia. Pero una cosa sé y es fundamental, el signo de Grecia es un círculo. Se nace, se crece, se muere y punto. El cristianismo, ¿habrá sido San Pablo? Se inventó un signo distinto, una flecha, una flecha ascendente. Fue sin duda una gran idea, esta vida es la plataforma de lanzamiento, de otra eterna y mejor si te has portado bien aquí. Mira la diferencia. Alguien le dice a Sócrates, “mira maestro has sido una piedra en el zapato para tus conciudadanos por esas ideas tan sutiles tuyas, pide disculpas y te salvarás de la cicuta”. Sócrates, sereno, responde, “para que un día más si he cumplido mi ciclo”. Y se mete su cicutazo mortal.

Compara esta elemental sencillez, límpida como el sol de Grecia, al lado del tortuoso camino de nuestro Cristo, una narrativa que es como comparar un cuadro de Mondrian, con uno de Rubens. Hegel lo supo. También lo supo Martin Heidegger, en esta vida o se es griego o se es cristiano. O apunta uno al ciclo o a la flecha. La narrativa de Cristo para llegar al Padre es de una dramaturgia elaboradísima. La narrativa de la vida y muerte de Sócrates es límpida como una fórmula euclidiana. Como ves, y bien lo sabes Gonzalo, no es fácil haber nacido bajo ese inmenso cielo de azul ultramar.

Este texto tuyo es húmedo, humedecido  por una nostalgia tan antigua de ese cielo y de ese mar que solo alguien nacido allá tal vez pueda comprender. Pero ayuda haber estado allí. Y si el Platónico "riminescere" tiene algún sentido, basta verlo con tu texto. Me has conmovido profundamente, Gonzalo y se nota. Tu amigo, Gastone da Modena (Gastone Bettelli), artista colombo-italiano

 

* * *

¡Qué hermosa crónica griega! Gracias confabulados! Alfredo Fressia, poeta uruguayo


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CRÓNICA DE UN VIAJE AL ORIGEN. Qué belleza de crónica helénica; alucinante volver al espíritu y la memoria de la piedra. Los griegos antiguos (minóicos, micénicos, arcáicos, clásicos, alejandrinos y helenísticos) sublimaban todas las atrocidades de la historia en belleza (las cariátides traicioneras como bustos de lo eterno).  Juan Carlos Arboleda, cantautor colombiano

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PERIODISMO MAGISTRAL. Mientras leía esa pieza magistral de periodismo titulada “El vuelo de la sirena”, mientras reía y lloraba siguiendo las sorpresas de esa escritura encantada de Márquez Cristo, pensé que esta crónica sobre Grecia es definitiva, llena de poesía y de nostalgia. No sabía que la cantante Pepa Flores mencionada en el texto (“Háblame del mar”) era la misma Marisol, bella versión. Por otro parte cómo puedo conseguir la musicalización de León De Greiff hecha por Arboleda?  Fernando Silva, catedrático de comunicación social

 

Respuesta: La canción de Juan Carlos Arboleda ha circulado durante 15 años secretamente pero está próxima a publicarse en Youtube.


* * *

GRIEGO DE CORAZÓN. Leí “El vuelo de la sirena” y es una crónica increíble. El poeta Micrutsikos decía en uno de sus textos: "Bolívar eres Griego". Me atrevería a usar la misma frase con Gonzalo Márquez después de leer esa extraordinaria crónica. Hay Griegos de nacimiento y Griegos de corazón que son los más valientes porque aman con las entrañas a mi país. Dimitrios Hristodulopulos

 

 

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