Tuesday, March 10, 2015

[RED DEMOCRATICA] No. 365 - Cartas de un Salvaje

 


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DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIALFabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca, Marcos Fabián Herrera, Maldoror, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).

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con el asunto "Retiro"

 

Cartas de un salvaje

Paul Gauguin

 

 

Del colosal Paul Gauguin (1848-1903), publicamos algunas de sus lúcidas y poéticas cartas traducidas del francés exclusivamente para El libro de la Tierra - Antología Mayor, por Caterina Prete.

Esta obra publicada por Común Presencia, cuya portada fue realizada por el pintor Gastone Bettelli, contiene 101 textos de grandes genios del arte y de la ciencia, alusivos a nuestra Madre Mayor.

 

 

De Gauguin a Schuffenecker: Escucha este consejo: no pintes demasiado del natural. Recuerda que el arte es una abstracción, arráncala de la naturaleza después de un proceso contemplativo y piensa más en la creación que en el resultado.

 

 

De Gauguin a Vincent Van Gogh: Acabo de leer tu misiva y estoy de acuerdo contigo en la poca importancia que tiene la precisión en el arte.

El arte es una abstracción que por desgracia determina que uno se vuelva menos comprensible para los demás. […] 

 

 

De Gauguin a Vincent Van Gogh: Trabajo y no avanzo, debido a que dibujo con la mano, con la cabeza y con el corazón, orientándome hacia lo que deseo realizar en el futuro. Coincido contigo cuando afirmas que quieres pintar con colores que sugieran ideas poéticas, sin embargo encuentro en ello una diferencia notable: yo no tengo una idea poética, pues todo me parece poético, y es en los misteriosos rincones de mi corazón donde encuentro la poesía.

 

 

De Gauguin a su esposa Mette: Hace veinte días arribé y he podido observar tantas cosas nuevas que estoy asombrado. Es necesario que viva un buen tiempo aquí para poder ejecutar un buen cuadro. Me propongo ir estudiando un poco más cada día.

Te escribo durante el ocaso. El silencio de la noche en Tahití es tan misterioso como lo demás. No existe más que aquí, y ni el gorjeo de un pájaro turba el sosiego. A mi alrededor una inmensa hoja seca cae sin hacer el menor ruido. Me parece como un roce del espíritu.

Los indígenas caminan con frecuencia de noche pero descalzos y en silencio. Siempre siento este silencio y comprendo por qué estas personas pueden permanecer horas, días sentadas sin proferir una palabra y contemplando el cielo con tristeza. Siento todo esto asediándome pero estoy descansando placenteramente.

Siento que ese desorden de la vida europea ya no existe, y que mañana todo seguirá siendo igual, y así en forma incesante hasta el final… Espero que no pienses por esta confesión que soy egoísta y que he decidido abandonarte, pero deseo vivir de esta forma por algún tiempo. Quienes me juzgan ignoran todo lo que existe en una naturaleza artística y tratan de imponerme sus costumbres, pero yo jamás intento imponer a otro mi forma de vida.

Disfruto de una bella noche. Miles de personas hacen lo mismo aquí ahora; ellos se dejan vivir y sus hijos se educan solos. Todos ellos van a cualquier villa, por cualquier camino, duermen en alguna casa, se alimentan, etc., y parten sin agradecimiento alguno. ¿Y se les llama salvajes?

Tahití va haciéndose íntegramente francés y este orden ancestral poco a poco desaparecerá. Nuestros misioneros ya han traído demasiado de la hipocresía protestante y aniquilan un poco de la poesía que aquí habita, y eso sin mencionar a la viruela que ha invadido a toda la etnia, sin mancillarla demasiado, según me parece. A ti que te agradan los hombres apuestos, aquí abundan, mucho más altos que yo y musculosos como Hércules.

 

 

En Tahití: Tenía a un lado el mar y al otro un árbol de mango adherido a la montaña que ocultaba un impresionante agujero. Próxima a mi cabaña había otra, que era Fare amu (la llamada casa para comer).

Muy cerca se veía una canoa y un cocotero enfermo que semejaba un gigantesco loro, que deslizaba su cola dorada mientras aprisionaba con sus garras un enorme racimo de cocos.

Un hombre semidesnudo alzaba una pesada hacha con los dos brazos inscribiendo una huella azul sobre el cielo plateado y debajo una herida sobre el árbol muerto, que poco después resucitaría por un instante en forma de fuego, entregando su fuerza secular acumulada diariamente. Sobre la superficie violeta largas hojas lanceoladas de un amarillo metálico improvisaban todo un vocabulario oriental: letras (imaginé) de una lengua ignorada y misteriosa. Me parecía ver allí esa palabra originaria de Oceanía: Atua (Dios).

Una mujer ponía unas redes dentro de la canoa y el horizonte del mar azul era cercenado por el verde del oleaje sobre los arrecifes coralinos.

Esa tarde fui a fumar un cigarrillo a la orilla del mar. El sol tomaba raudo el horizonte y empezaba a ocultarse detrás de la isla de Morea, que lucía a mi derecha. A contraluz las montañas se mostraban oscuras, portentosas contra el cielo en llamas.

Luego llegó la noche. Sentí el poderoso silencio de la noche tahitiana. Sólo se escuchaban los latidos de mi corazón. Desde mi lecho las cañas alineadas y distantes de mi cabaña semejaban, a la luz de la luna, un instrumento musical. Nuestros ancestros denominan a esto Pipo, algo vivo para ellos y sin embargo silencioso, que habla en la noche a través de los recuerdos. Con esa música serena me dormí. Sobre mí imperaba el alto techo de hojas de pandano donde anidan los lagartos. Podía, en mi sueño, contemplar el espacio por encima de mi cabeza, la bóveda sideral, sin prisiones, donde uno podría ahogarse. Mi cabaña era el espacio, la libertad.

 

 

Bolaño, sin arrepentimientos


 

Por Carlos Skliar

 

El caleidoscopio adopta la apariencia de la soledad. Crac, hace el corazón

Roberto Bolaño

 

Aleksandar Hemon escribe sobre lo arduo que resulta es elegir los detalles, las circunstancias, los instantes, los hechos, a la hora de contar la vida de alguien, como si por la fuerza de la gravedad buscásemos la sustancia de la vida en hechos inmensos, perdiendo así la materia auténtica de la vida, lo efímero, lo menor, lo que vale la pena: "(…) el tren que se detiene en una estación en la que no hay nadie; una araña que desciende por una cuerda invisible y se posa en el suelo justo en el momento en que alguien la pisa; una paloma que te mira fijamente a los ojos; el leve hipo de una persona que está delante de en la cola para el pan; una palabra ininteligible murmurada por un ligue de una noche, que duerme a tu lado, desnudo y anónimo".

Cierta literatura nos tuerce el rostro, la mirada, los oídos, hacia esa fuerza de lo mínimo, la certeza de que las vidas no pueden ser narradas como un despliegue colérico de proezas y desgracias. Cierta filosofía también lo entiende de ese modo: en el texto de Nietzsche De mi vida. Escritos autobiográficos de juventud, el filósofo se pregunta una y otra vez cómo sería posible esbozar el retrato de vida de una persona con justicia. Piensa, en un primer instante, que todo procede como si se tratara del esbozo de un paisaje que hemos ya visitado, esto es, recordando y describiendo sus formas, sus colores, sus olores, pero evitando a la vez toda tentación por las primeras impresiones, por aquellas impresiones que él mismo llama de fisonómicas. Enseguida hace una fuerte apelación a no dejarse atrapar por los dones de la fortuna o por los giros caprichosos del destino de una persona, sino más bien prestando atención hacia aquellas experiencias mínimas, aquellos acontecimientos interiores a los que por lo general no se les da importancia y que son, para Nietzsche, los que con más claridad muestran la totalidad del carácter de un individuo. Se pone en juego aquí, entre la literatura y la filosofía, una suerte de oposición entre el gran relato, el relato elocuente, exacerbado, exagerado, incluso hiperbólico para abogar por una detención más bien suave, nada altanera, de lo pequeño, de aquello que puede ser confundido con lo intrascendente, con lo fugaz y que, sin embargo, resulta decisorio, se vuelve enfático por su tibieza, esclarecedor, en cierto modo, cuando se trata de alguien que quiere decir algo de alguien.

Lo cierto es que Roberto Bolaño se ha muerto y, con él, ha desaparecido una de las existencias más concretas, más palpables: la existencia real, ausente de metáforas, la expresión material de una realidad despiadada; el cuerpo –sí, el cuerpo- sin trabajo y sin papeles, el desahucio de las horas, la escritura que no escribe, las telarañas del tiempo urdiendo la red de lo oscuro allí donde ya no quedan puertas entreabiertas ni ventanas iluminadas.

Una casa sola, de regreso de una magra temporada de faena desperdigada, con dinero para dos o tres meses y un permiso sin permiso para residir sin residir en España: "La situación real: estaba solo en mi casa, tenía veintiocho años, acababa de regresar después de pasar el verano fuera de la provincia, trabajando, y las habitaciones estaban llenas de telarañas".

Ninguna palabra como futuro o esperanza o utopía –esa farsa sonora de los que ya están bien acomodados en la línea del horizonte-: el espacio donde no cabe la huída, ni la imaginación, ni el desliz hacia otra parte, una congoja detrás de otra, como si el tiempo se hubiera declarado en rebeldía y las horas no pasaran por fuera sino a través del páncreas, en medio del riñón, por el centro de las entrepiernas.

Y era otoño, es decir, la estación más benigna para los adjetivos: las hojas amarillas de los árboles danzan entre el cielo y la superficie árida, los vientos están apaciguados, la luz es ocre y hay tanto para escribir sobre la ternura de la paciencia o sobre el desnivel de los ríos o sobre las tonalidades de los deseos.

Bolaño solo tiene fuerzas para bajar hasta el correo y jugar al azar del encuentro con una carta de su hermana, o para llegar hasta el mercado y confundir la comida propia con los despojos de carne para la perra.

La realidad es una interioridad sórdida, y no le dan ganas siquiera de lavarse el pelo, la voluntad muerta para separar los brazos de un tronco caído, o para salir a la calle y dar un par de pasos y otros dos y otros dos.

El vacío, lo hueco absoluto, la humareda verde que no lo deja en paz, que ni se sienta ni se para, ni se refleja en un espejo ni lo oculta.

¿Escribir, entonces, para trasmutar la ausencia en presencia, para inventar a los desconocidos, gauchos insufribles, detectives salvajes, estrellas distantes? ¿Escribir para dejar de morder lo irreparable de un sucio suelo, de un techo a solas?

Bolaño se sienta una hora por día y en esa hora nada acontece: hojas en blanco no de escritura sino de un almanaque regresivo, de un tiempo hundido, el dolor agudo de los codos y las manos sobre una mesa inerte, la incapacidad de sentir otra cosa que una voz raída, el infarto del corazón, dedicar los días a espantar las moscas sin conseguirlo, la torpeza gris de la desesperación, el pasaje negro desde una habitación negra hacia un baño negro, donde no queda más que una soledad opaca a la que le han sustraído salvajemente todos sus colores –Paul Celan escribiría: "Dolor de hojas de apuntes, / nevado, sobrenevado: / en el hueco del calendario / lo mece, lo mece / la renciennacida / nada".

Cuando la vida es la insistencia del desarraigo ninguno de los recuerdos puede obedecer a una configuración alistada y pronta para ser evocada.

El desarraigo se impone día a día como el único tiempo disponible.

La ilusión solo puede estar en el futuro, pero en el futuro, qué duda cabe, también está el último padecimiento, la última palabra, el último suspiro, la danza opaca de la muerte. Una muerte que, a cierta edad, en ciertos cuerpos, ya no aguarda siquiera agazapada.

No, todavía no hay muerte, hay que esperar.

Aún hay algo que Bolaño dirá, dejará por escrito, para que su existencia sin metáforas alcance a su hijo Lautaro y acaso continúe, esencial, frágil, incierta, como un legado tibio, infinito, improbable: "Lee a los viejos poetas, hijo mío, y no te arrepentirás".

 

Perteneciente al libro inédito Escribir, tan solo.

 

Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960). Investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y del Consejo Nacional de Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos, poemas y micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: Voz apenas (Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2011), No tienen prisa las palabras (Barcelona, Candaya, 2012) y Hablar con desconocidos (Barcelona, Candaya, 2014).

 

 

El arte de olvidar de Yonny Vanegas

 

 

Por Hernando Guerra Tovar

 

El poema emplea la palabra pero ésta dice el silencio, nos insinúa Yonny Vanegas (Bogotá, 1978) en el libro El arte de olvidar (Ediciones Piedra de Toque, 2013), como primera experiencia de lo que es un arte poética de veintiocho textos, que lleva al lector hacia la comprensión de un universo en donde la brevedad y la sugerencia se desenvuelven de manera lenta, mientras el asombro lo  cubre todo con su nube de hechizo y milagro. Comprensión, porque en la poesía no hay entendimiento desde el intelecto o la razón lógica aristotélica, sino a partir de la comunión lector-texto, a través de la percepción atenta, en un tiempo interior que difiere del mundano y que se funda en la irrealidad de la palabra poética, indicadora pero significante, símbolo más que signo, despojamiento antes que apego.

La trascendencia es así una segunda  lección práctica en el más allá al que apunta la palabra como símbolo, apropiando el olvido como requisito sine qua non para abordar la poética en que el lector debe despojarse de todo prejuicio, vaciarse del contenido previo como puerta de acceso al misterio de la verdadera poesía, puerta sin salida, que no se requiere dado el contenido existencial que propicia el encantamiento del abrazo, el reencuentro del Ser en la restauración del origen. 

Es la "poesía del desvanecimiento, del olvido paulatino, de un despojamiento que es luz y revelación, en El arte de olvidar se unen la sabiduría del miniaturista y la paciencia del músico con la labor silenciosa de aquel que no se resigna a ser de una manera gastada e imprecisa un simple huésped incomodo de la realidad", apunta el también poeta Juan Felipe Robledo, refiriendo el hecho de esta poesía que renuncia al coloquialismo como a la retórica, al barroquismo como al artificio banal de quienes pretenden hacer propia, a costa de malabares, la esquiva poiesis, olvidando que ella es sustancia y don, esencia y privilegio; ajena a las manipulaciones del mercado y de un poder mezquino en la ubicuidad  y el forcejeo mediocre.

Decimos brevedad en la doble vía del texto y del libro, que exige un manejo profundo de la semántica para extender el vínculo del señalamiento en mínimas palabras, ejercicio que nos permite considerar la paradoja de que entre más tiene el poeta por decir, menos palabras utiliza: 

 

POETA

 

Sabe que no sabe

y su certeza

es el abismo

 

En pocas palabras se condensa el silencio que abre y recorre el poemario como una constante de principio a fin, demarcando el territorio de una poesía que hace de la concisión y el sugerir su credo, para indicar lo inaprensible, hermanando la poesía con la mística, virtud de este libro, que tiene como tradición reciente en Colombia la poética de Jorge Cadavid.

Veintiocho poemas son suficientes para que el iniciado se lance al precipicio del extrañamiento o para que el lego se apropie de una verdad  inexplorada. Al primero el autor le recuerda en el texto Flor: "Vértigo / sólo / vértigo / me produce / la quietud de la flor / el precipicio es más / bello en la caída / y la flor resplandece / cuando / muero / en sus pétalos." Y al segundo, el que tal vez atraído por la simpatía del título del libro, se atreve a su lectura, le advierte en Guardabosque:  "Cuidado con el guardabosque / apunta con un rifle / en el centro de tu corazón / hace muecas / te distrae / respira cerca de tu oído / para que no escuches / la canción del viento / cubre con maleza los caminos / para que nunca encuentres los árboles de hojas doradas /  te encierra en una jaula / y te hace creer que estás en el paraíso / cuidado: tú eres el guardabosque."

Uno y otro, el iniciado y el que apenas llega, son tocados por el halo milagroso de la poesía, y ninguno vuelve a ser el mismo. El primero asciende en esta palabra vertical y gana en grados hacia la cumbre. El segundo descubre un mundo nuevo, un universo que lo arranca de la tierra y lo lanza al profundo abismo del poema. A la levedad del Ser, a la constatación de la vulnerabilidad que siempre ha estado allí como un logro, una maravilla existencial. El saber de su doble condición de lámpara y tiniebla, ego y Yo, bosque y guardabosque en la más absorta irrealidad de que tuviese noticia. El arrobamiento propicio y singular que le permite desprenderse y reencontrarse; hallarse en el marasmo de la duda al borde del precipicio; acierto de la poesía cuando es. Y es aquí que la poesía se vuelve ineludible, insoslayable. El iniciado avanza en maestría. El que recién llega es atraído y convencido por el silencio de la palabra y atrapado. Ninguno vuelve a ser el mismo, porque ambos se redescubren.          Y en este reconocimiento del Ser radica la cualidad mística de la poética de Yonny Vanegas. Puente y revelación al unísono para uno, para el otro y para ambos: "Salto al vacío / desde los puentes / que me vieron crecer". , le dice en Puentes al iniciado que cursa la maestría. Y le constata el vislumbre al que se inicia, en Revelación, cuando le dice: "En lo oculto / en lo secreto / mi máscara de polvo / desaparece."

En Bestiario de luz, segunda parte del poemario, el poeta Vanegas rubrica el acierto religioso de su poesía como componente y virtud esencial, al igual que refrenda la calidad que le asiste y que le ubica de una vez entre las voces importantes de la reciente poesía colombiana. Basta un solo libro para que este milagro se manifieste. Es el legado de Aurelio Arturo que extiende su brazo hasta este primer cuarto de siglo nuevo que comienza. No es necesario escribir por kilos, al contrario, la experiencia nos confirma que quienes a la edad del poeta  Vanegas tienen ya un peso bruto –sin descontar la tara- en publicaciones, han merecido tres posibles desastres: la vacuidad, la repetición o lo que es peor, la simulación. Ninguno de ellos ha encontrado aún la melodía. ¿Dónde estará la melodía?, se preguntan, incluso los más viejos.

Bestiario de luz, la segunda sección de El arte de Olvidar, es a mi parecer, la génesis de una importante obra que Yonny Vanegas nos tiene reservada para  asistir de nuevo al goce de los sentidos: "Se disuelven los pájaros: / durante toda la noche han bebido / la sombra del saúco. / ahora son pájaros ebrios y /  extraviados / que buscan un color celeste." (Pájaros).

Es un arte poética este libro de principio a fin. En su brevedad de doble connotación, el silencio como elemento imprescindible de la palabra, resplandece. Es una afortunada subversión del lenguaje –toda verdadera poesía lo es -, que reconcilia al Ser interior, al homo poetícus que somos, con el sentimiento cósmico de alteridad. Como la araña, en el centro de nuestra noche "que no cesa", la prolongada noche abismal de nuestra nación en guerra, esta palabra nos libera de la angustia, del miedo cotidiano que nos acecha en el campo, en la calle, en toda esquina, porque esta poesía: "En el centro / de la noche / entre / una constelación / de polvo: /  teje su propia luz."  (Araña).

 

 

 

CARTAS DE LOS LECTORES

 

HERNANDO SOCARRÁS. Con profunda emoción leí los versos del poeta Socarrás, de quien hace mucho no tenía noticias. Gracias confabulados por ese espacio que con tanta generosidad nos ofrecen semana a semana y que cuando traen noticias de aquellos a quienes hemos admirado tanto, nos regocijan el corazón. Edelmira Contreras Páez

 

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VERGÜENZA NACIONAL. No comprendemos las insólitas decisiones de la Corte Suprema de Justicia -en un país donde ésta no existe- y que luego de prebendas y chantajes millonarios sólo  declara "digno" o "indigno", a cualquiera de los magistrados involucrados en los peores dolos a la nación –es decir al pueblo-. Lo peor para refrescar nuestra pobre memoria es que dicha Corte en su larga existencia sólo ha condenado a una persona, a don Antonio Nariño, el incomparable político, el único digno que ha tenido este país. Juan Camilo Ramos

 

* * *

 

CARLOS GRANADA. Queridos con-fabulados: Qué entrevista tan bonita y tan lúcida. Así era Carlos Granada: frentero y con una claridad única con respecto al arte y una conciencia social que hoy en día  pocos artistas tienen.  El arte colombiano queda con un gran vacío cuando los que han sido sus verdaderos maestros parten. Me encantó este reportaje que le realizaron hace algún tiempo y que es fundamental que conozcan las nuevas generaciones para que no olvidemos a los maestros. Esperanza Vallejo Osorio

 

 

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FERIA DEL LIBRO. Seguidor año tras año de todos sus proyectos, quisiera saber si en la próxima versión de la Feria del Libro estará presente Común Presencia Editores y en qué sitio.  Lugo Andrés Martínez

 

            Respuesta: Pabellón 3, Stand 133

 

* * *

 

CARLOS GRANADA.  Con algo de nostalgia y otro poco de tristeza leí el comentario y la entrevista a Carlos Granada, buen maestro y buen amigo en los lejanos setentas de la Nacho. Es verdad, la burocracia cultural ha hecho estragos con algunos creadores del arte nacional. Así como ha reconocido valores  verdaderos, ha entronizado traficantes del oficio sin pudor alguno. Buen homenaje a un hombre consciente de su arte y de su tiempo. Yezid Morales

 

 

Colección Los Conjurados

 

 

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