Monday, April 28, 2014

[RED DEMOCRATICA] No. 325, Itinerarios de la Sangre

 


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DIRECTOR: Gonzalo Márquez Cristo. EDITORES: Amparo Osorio, Iván Beltrán Castillo. COMITÉ EDITORIALFabio Jurado Valencia, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Óscar Collazos, José Chalarca, Marcos Fabián Herrera, Maldoror, Sergio Trujillo Béjar, Fabio Martínez, Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela); Renato Sandoval (Perú); Efer Arocha, Jorge Torres, Jorge Najar (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Luis Bravo (Uruguay); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica).

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con el asunto "Retiro"

 

 

Itinerarios de la sangre

 

 

Aquí el primer capítulo de la novela Itinerarios de la sangre de Amparo Osorio, donde conjuga episodios trágicos de nuestra realidad con un esencial aliento poético. Esta novela recientemente publicada por la Colección Los Conjurados, se presentará el sábado 10 de mayo a las 6:30 p.m. en el Salón Soledad Acosta de Samper, de la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

 

La portada fue ilustrada por el maestro Ángel Loochkartt.

 

Regreso

Por Amparo Osorio

 

 

Vuelvo a esta ciudad sin rostro —se dijo—. Ya no mía, ya no de nadie…

Veinte palomas titilaban bajo el alero enmohecido de una edificación vetusta.

—Veinte —repitió—. Los múltiplos de tu silencio, Nalu... mi edad de hoy en este misterioso vórtice del tiempo que contiene la mitad de las cartas que te he escrito, o una ínfima partícula de los caminos que mis ojos han escrutado buscándote.

Recordó con nostalgia la buhardilla de la infancia y un aletazo como el vuelo de un pájaro funerario le golpeó el alma.

—Veinte.... —volvió a decirse—. Tiempo amurallado en las órbitas del corazón que ha disgregado todos los astros para buscar tu luz inexistente...

El manuscrito apretado contra el pecho se había convertido en otro apéndice de su cuerpo. Lo aferró con angustia. Esa conciencia atemporal que la asaltaba como una luminosa resonancia profunda de la noche, la alcanzó una vez más.

Pensó que volver... buscar, hallarse, revivir, encontrarse, tal vez morir un poco, eran verbos conjugados en la distancia y que ahora afloraban para ser enfrentados de nuevo en el desamparo.

Esta sensación extraña la habitaba a menudo. Había vivido marchándose. Había estado durante años inaugurando abismos, desdibujando rostros y palabras, permaneciendo dentro de una canción sin música que ahora intraducible le resbalaba con su prolongación de dudas, con su cadena de interrogaciones que abarcaban irresistiblemente ese nuevo y complejo viaje por la vida...

Yesterday —cantó con nostalgia—, I believe in yesterday.

Pero el viaje, el itinerario hacia su propia profundidad, el manuscrito que contenía ese viaje y que ahora cruzaría los umbrales de lo anónimo para tomar rumbos impredecibles, le martillaba el cerebro.

...Unas cartas. ¿Qué significaban unas cartas escritas durante tantos años que contaban fantasmas íntimos y exilios? ¿Deseaba rectificar la herida? ¿Volver a los matices del olvido? ¿Recuperar los rostros? ¿Qué o a quién importaban los trazos de un país ensangrentado que se dibujaba a ratos en una correspondencia epistolar sin contestatario alguno? ¿Acaso eso era la literatura? ¿Y su historia, la que iba bajo el brazo, su compañera de todos los caminos podía convertirse en paraíso o en infierno como lo dictaban sus latidos?

Era por Nalu, y no por ella. Nalu había sido la ilusión pero también la ausencia. Había llevado libros y pétalos, barquitos de papel y alas. Había ido llenando fragmentariamente un mundo con el que Aralia posteriormente siguió respirando y eso bien valía la pena. ¿La valía?

Una hoja moribunda resbaló sobre su cabeza. ¿Nalu…? ¿Era otra vez él dejando símbolos? ¿Quería ser el protagonista de esa historia, o adivinando el pensamiento de Aralia deseaba que bajo el vuelo de la tarde se fueran hacia el nunca jamás todas las páginas que ella venía construyendo en su memoria?

Lo recordó en su aparición primera. Lo evocó interpuesto entre la chimenea y la ventana. Revivió esos años de presencia que se volvieron desde entonces su perdición y su sueño, y una nostalgia temblorosa se apoderó de ella. Nalu había aparecido una noche cualquiera de octubre y como Nacido de la Luna o salido de la ceniza que dormitaba entre la chimenea, susurró a su oído mientras Aralia contemplaba a través de la ventana la ciudad que se diluía entre la bruma. Sintió que titilaban las estrellas en la inmensidad como si un signo del cielo lo hubiera traído allí, justo a su lado, abriendo un horizonte parpadeante lleno de signos intraducibles.

Intentando apaciguar los latidos de su corazón, Aralia lo miró de frente como si fueran viejos conocidos. Quizá tendría su misma edad o quizá un año menos. Sintió que tenía que abrazarlo, adoptarlo en su sangre y compartir con él ese pequeño mundo que comenzaba a abrirse. La visión extendió la mano y le entregó un barco de papel que ella tomó emocionada. Le preguntó su nombre y él sonriendo contestó:

—El que tú quieras.

—Nacido de la luna —dijo Aralia.

—Es muy largo.

—Entonces Nalu, que sería lo mismo.

Nalu sonrió en señal de aceptación.

Aquella voz, aquel eco, ese tintineo mínimo y la claridad que lo precedía, no podrían ser borrados de su memoria. Todo entonces comenzó a ser distinto. Su secreto. Su sueño, las lecturas nocturnas para él. La invención de planetas mirando juntos las estrellas. La cena familiar y las buenas noches. La luz desplegándose, la luz cerrándose, la luz por donde llegaba y desaparecía Nalu, y que se hizo necesidad imaginaria, porque él fue desde ese instante anhelo, pero también presencia. La hoja que caía. El vuelo de un pájaro. Cualquier libro abierto. La dulzura del agua. La bruma que lo aguardaba. La contemplación del cielo nocturno cazando las constelaciones. Las asaltadas geografías de los libros. Un halo de ella, o de algo que esperaba en las tempestuosas aguas del futuro y que a su edad no era fácilmente traducible.

Evocó un beso de Nalu sobre sus ojos la primera vez que la vio llorando y de nuevo esa apretada nostalgia de la evocación, la derrotó contra la tarde que se desvanecía raudamente.

Una llovizna repentina se fue apoderando de la ciudad. Aralia caminó con pasos agitados por calles que intentaban recoger sus recuerdos. Las pisadas dolían en la memoria reconstruyendo historias olvidadas.

Nalu y la infancia. Violeta y su pobreza lúcida. El exilio y la adolescencia. La casa de la abuela y los adioses. El regreso y la juventud. La búsqueda... del pasado, del futuro, del rostro de la luna con su conejito de invierno. Los ojos tímidos de los pájaros en el tejado de la buhardilla donde se subía a contemplar la ciudad deshaciéndose en la bruma. La profunda campana de las seis de la tarde que le apretaba el corazón. Los poemas de Quevedo y las historias del Quijote que fueron durante años la antesala del sueño y que abrieron profundos interrogantes en su alma. El tranvía encantado que cruzaba la ciudad en la juventud de su madre y se perdía bajo los rayos de un sol imaginario. El sendero empedrado hacia las laderas de la montaña para izar las cometas en los helados agostos. El grito de Olmo y su primer rostro de la muerte. Los domingos en la adusta casa de los geranios. La tarde misma con su magenta triste desde la ventana de siempre. La búsqueda de su desesperanza que se fue acrecentando en el exilio. Compuertas que se abrían y cerraban a pesar del destello contrastado del tiempo y que regresaban ahora como desgajadas por la lluvia que asolaba la ciudad de su nostalgia.

Avanzó un tramo más. El viento iba carcomiendo los imposibles ventanales. La ciudad se abría distinta aquí, inmensa allá, transfigurada y fría en medio de un ruido ensordecedor.

Ascendiendo por el zumbido de hombres pálidos y criaturas errantes cuya mirada dura incineraba las hojas del invierno, vio a una mujer en un marco lila regando flores imaginarias sobre el crepúsculo, mientras de su pecho se desgajaba un suspiro. Encontró a un hombre iniciando un rito desolado entre el eco de risas colegiales. Cruzó por un pasadizo donde jadeaban dos amantes sin lugar en el mundo y de inmediato la asaltó el recuerdo del primer hombre que pasó como el aleteo de un pájaro sobre su piel.

La horda crecía con sus tentáculos de pulpo. Aralia imploraba el reencuentro con la carrera Tercera, con la casa de la buhardilla, con los recuerdos inmóviles que la esperaban en la antesala del regreso y de los que hacían parte la fascinación por el Che, su adoración por Chaplin, la nostalgia de las viejas salas de teatro, las lejanas clases de religión con Camilo Torres y Nalu con su planeta imaginario que aguardaba en alguna sorpresiva esquina de la noche.

En su tránsito por el desasosiego, llegó por fin a la Tercera con calle Diecinueve. Grandes moles de cemento habían devorado el pasado y con él la buhardilla y la casa de las señoritas Andretti. Entendió que a partir de ese momento nada sería fácil. Ni siquiera el retorno a ella misma, por cuanto la cosmovisión de la ciudad era un exilio. Aralia, extranjera en su propia tierra, buscaba inútilmente su infancia en medio del desánimo de ventanas imaginarias tragadas por la niebla y calles humilladas al paso de gigantescas mezcladoras de cemento. Fue una sensación vergonzante y abrumadora.

De un lado la lejanía del patio de los juegos junto a la palidez de la abuela, serena ya en su último viaje como si con su calma quisiera dictarle los eslabones del futuro, y de otro la buhardilla con su pobreza iluminada apenas por la luna del vecino y ahora sepultada por una inmensa avenida cubierta de hojas otoñales, bajo cuyo cemento estaría el espíritu de Nalu.

Aralia allí —y un hilo delgadísimo a la altura de la garganta—, habitada inconmensurablemente por dioses inexistentes, heroína de ninguna historia, muda y sola en el escenario mismo del olvido, apenas con el recuerdo de lo amado y perdido, tropezaba una vez más entre el horror y el sueño intentando descifrar el enigma de las puertas que se abren para encontrar del otro lado el rostro de la muerte o la memoria.

Quiso decirse que debía comenzar a partir. Es decir, sobrevivir de nuevo entre la asfixia de los días mutilados y el temor de las noches, y mientras se lo decía repasó el silencio de las edificaciones oscuras, de las ventanas ciegas que escondían historias compartidas por ausentes. Fijó el rostro de los pájaros, el destello del relámpago, el humo de las chimeneas que pertenecían en su magia sólo a ciudades temblantes como la suya, la veta del crepúsculo apretada con nostalgia contra la última raya del horizonte, el olor a humo y a infancia, a albahaca y hierbabuena, invisibles ahora pero intraducibles y crecientes como una melancolía desbordada.

—Volver es otra forma del olvido —pensó.

Un árbol centenario y humillado sobre la calzada de la Avenida Tercera era el único sobreviviente de ese ayer que se resistía a morir por el progreso. Junto a él se habían dado cita su primer beso y su última lágrima cuando el abandono de la ciudad se hizo inminente. En las evocaciones del exilio había sido el guardián de sus pasos y el confesor de sus dolores, el propiciador de sus nostalgias.

Se acercó y acaricio con dolor la corteza carcomida, como si las yemas de los dedos pudieran restituir el tiempo abandonado.

—He vuelto... —susurró— mientras una lágrima silenciosa rodaba en sus mejillas y los transeúntes la contemplaban con extrañeza.

Sentada allí, sobre un banco de piedra, tomó de nuevo aire para evocar a Nalu y le habló desde su corazón.

 

Amparo Osorio. Poeta, narradora y ensayista. Ha publicado los libros: Huracanes de sueños (1983); Gota ebria (1987); Territorio de máscaras (1990); La casa leída (Antología de autores universales, 1996); Migración de la ceniza (1998); Omar Rayo, geometría iluminada (Entrevista, coautora, 2001); Antología esencial (2001); Memoria absuelta (2004); Estación profética (Antología personal, 2010); Oscura música (Antología, 2013) y la novela Itinerarios de la sangre (2014).

Es Editora de la revista Común Presencia y codirectora de la colección Internacional de literatura Los Conjurados. Varios de sus poemas han sido traducidos al inglés, árabe, francés, italiano, portugués, húngaro, alemán, rumano, ruso y sueco. Es co-fundadora y Editora General del semanario virtual Con-Fabulación. 

Obtuvo la primera Mención del concurso Plural de México (1989), la beca nacional de poesía del Ministerio de Cultura (1994) y el «Premio Literaturas del Bicentenario» (2010), con el libro Grandes entrevistas de Común Presencia, del que es coautora.

 

 

El diario de Berenice


Luis Eduardo Gutiérrez

 

 

 

Luis Eduardo Gutiérrez nació en Ibagué, Colombia. Codirigió el suplemento cultural del periódico El Nuevo Día de Ibagué y el taller de poesía de la Biblioteca Darío Echandía de la misma ciudad. Premio Nacional del concurso de Poesía Eduardo Cote Lamus (2007); Única Mención de Honor del Concurso Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura (2010); Mención de Honor Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá (2002) y Mención del Concurso Nacional de Poesía Antonio Llanos de Cali (1997). 

Libros Publicados: Perseguidos por el cielo (Ediciones Apertura, 1995); Los espejos de la Hidra (Ediciones Tiempo de Palabra, 2001); Los Cuadernos de Franz (Ediciones Nueva Granada, 2008); En la posada de J. Babel (Común Presencia Editores, 2011) y El diario de Berenice (Común Presencia Editores, 2014).

Los poemas publicados a continuación pertenecen al libro El diario de Berenice, que se presentará en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, en la Gran Noche de Los Conjurados.

 

La portada fue ilustrada por el maestro Fernando Maldonado.

 

 

 

NOTA DE ENTRADA

 

No se ignore que Berenice Salman habitó este Sanatorio de San Lázaro, acompañada del viento y de la noche; tres inquilinos que siempre fueron inseparables,

muchos para una habitación estrecha y la sopa de gachas que sirven en este refugio del fin del mundo.

 

No se olvide que los tres se sentaron a la hora de la merienda miserable, en los comedores del crepúsculo, a consumir el pan negro de los desolados en este lugar visitado por aves errantes. Sólo los tres: Berenice Salman, el viento y la noche, vistos al otro lado de la ranura del mundo

por los ojos de un dios esquivo.

 

 

DÍA DE VISITAS

 

Acaso nadie arriesgue una visita a los sanatorios de estas regiones de bruma, salvo los murciélagos. Uno de ellos ha peregrinado desde su estrella oscura, hacia esta habitación –la 304– donde yace Berenice, tendida en su lecho de azucenas en el pabellón de los enfermos del desamor.

 

El murciélago ha ensayado el fervor de su vuelo por el cuarto de esta mujer, en compañía del viento, los únicos peregrinos entre las ruinas del invierno. El resto, es el gris del miedo; la sombra de los que decidieron venir hasta aquí y no han llegado, además de la inscripción que ha quedado en el libro de guardia: "La señora Berenice ha recibido dos visitas al atardecer hoy, 5, del mes de los afligidos. Favor no molestarla".

 

 

PLEGARIA PARA ORGANIZAR UNA CENA

 

Señora de las extensiones brumosas socórrenos con las visiones que crea la vigilia en estas regiones del desarraigo. Concédenos

ojos para ver un atardecer blanco; manos para partir estos frutos inventados por la  niebla, de mirada sombría, que ha olvidado venir –hoy 3 de enero, con sus flores maltratadas, junto a los otros invitados, a la cena espuria celebrada en estos corredores del invierno.

 

 

Era de una memoria prodigiosa

 

 

Por Fabio Jurado Valencia

 

La primera vez fue en abril de 1982. Con Oscar Castro planeamos en la UNAM una serie de conferencias sobre literatura colombiana a propósito de los 20 años del último número de la revista Mito. Álvaro Mutis sugirió que nos reuniéramos en la casa de García Márquez para tratar el tema. Tanto Mutis como Gabo nos remitieron con el poeta mexicano Marco Antonio Campos y el crítico literario Evodio Escalante, quienes nos ayudarían con la divulgación y serían también conferencistas. En este primer encuentro fue notable el entusiasmo de Gabo por llamar la atención sobre el trayecto histórico de la literatura colombiana y, sobre todo, por rendir un homenaje a Jorge Gaitán Durán. Gabo publicó por primera vez en una separata de Mito la novela El coronel no tiene quién le escriba; se publicó también en esta revista el cuento "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo", escrito rescatado de la caneca de la basura por Gaitán Durán y que Gabo había desechado como un fragmento de borrador de La hojarasca, ya publicada por entonces.

La segunda vez fue también en 1982, meses antes del Premio Nobel. Con Oscar Castro, Jorge Bustamante y Ricardo Cuéllar ingresamos algún día al Café Ópera, café emblemático por el agujero que se conserva como señal del disparo de Pancho Villa cuando triunfó la revolución. Allí estaba García Márquez solo, con una copa de vino tinto; no quisimos interferir su soledad, pero al reconocernos se integró en la mesa. Antes del Premio Nobel este era el café más frecuentado por Gabo en Ciudad de México. Nos habló de manera elocuente sobre la figura de Pancho Villa y la majestuosidad histórica de México, de López Velarde, de quien recitó un par de poemas, y de los narradores de la revolución, sin perder de vista a Rulfo.

En el año 1985 Hernando Motato estaba escribiendo la tesis de doctorado en la UNAM en torno a El otoño del patriarca. Le dije que a Gabo le encantaría saberlo, porque le gustaba informarse sobre lo que investigaban de su obra. Lo llamamos y nos recibió en su casa en esas horas de la mañana cuando hacía el remanso en su escritura. De la impresora se desprendían hojas en serie; se trataba de la primera versión de El amor en los tiempos del cólera. Su computadora siempre fue Apple, renovada con la periodicidad del desarrollo tecnológico; esta máquina pudo haber evitado muchos sufrimientos a los escritores en el trabajo de corregir, nos dijo; es la magia, le damos una orden en el teclado y corrige lo que le pedimos; tuve que corregir un nombre en toda la novela y en un minuto lo hizo. Su entusiasmo era notable al mostrarnos lo que iba saliendo de la impresora. Tomamos café y él tomó agua mientras conversábamos.

Mario Rey realizó varios festivales sobre la cultura y la literatura colombiana durante varios años en México, mientras existió su revista La Casa Grande, cuyo nombre rinde tributo a la novela de Cepeda Samudio, del Grupo de Barranquilla. En 1997 participaron en el festival, entre otros, William Ospina, Luz Mary Giraldo y Fernando Herrera. Por esos años se había fortalecido la amistad entre William y Gabo. William concertó una cita con Gabo en la librería Gandhi, en San Ángel, hacia las 7 de la noche. Esperamos a Gabo en el interior de la librería y al llegar subimos a la cafetería. Se conversó sobre política y sobre la situación del país; Gabo lanzaba nombres de posibles presidentes que podrían detener nuestras guerras. Unas señoras sesentonas, sonrojadas, le pidieron autógrafos en libros suyos que habían comprado cuando descubrieron su presencia. Gabo se levantó y las abrazó; se sonrojaron más, les temblaban las manos y solo dijeron que lo querían mucho mientras le hacían la venia. Luego vino un señor con otro libro a pedir la firma; vean ustedes, nos dijo Gabo, cuando vengo se agotan los libros. Luego nos ordenó: vamos a salir; Fernando va adelante; William después; yo voy detrás y por último Fabio. Nos pareció raro pero fue la mejor evidencia de la timidez de Gabo, pues no se sentía bien como sujeto de las miradas; Gabo tenía una timidez aguda que permaneció en él desde la escuela hasta su muerte; por eso no daba conferencias, pero se sentía bien con los círculos pequeños de amigos y conocidos y, sobre todo, con los escritores jóvenes. Aquella noche es la que más recuerdo como testigo de la memoria prodigiosa, como se infiere en sus memorias y en sus crónicas. En la cocina de su casa junto con su esposa y una amiga cercana al poeta Francisco Cervantes, de quien Gabo expresó su preocupación porque hacía años no lo veía y sabía que tenía problemas de salud, mientras bebíamos un mezcal formidable, surgió un contrapunteo de versos entre Gabo y William; comenzó Gabo con unos versos de Jorge Manrique -Coplas por la muerte de su padre- y William complementó con otros versos de este poema que está a tono con lo que nos ha ocurrido el jueves santo de 2014. Luego Gabo soltó unos versos de San Juan de la Cruz y William respondió con unos de Santa Teresa; después Gabo introdujo a Quevedo y William a Góngora para saltar luego a la poesía colombiana con Silva y los piedracielistas… En los intervalos Gabo bailaba, abrazado a sí mismo, los boleros de Bienvenido Granda y Celio González, a la vez que los cantaba. Yo no conocía de William Ospina esa también memoria prodigiosa.

 

No se os haga tan amarga

la batalla temerosa

que esperáis,

pues otra vida más larga

de la fama gloriosa

acá dejáis.

Aunque esta vida de honor

tampoco no es eternal

ni verdadera;

mas, con todo, es muy mejor

que la otra temporal,

perescedera.

 

Jorge Manrique (siglo XV)

 

 

 

El desastroso homenaje a Gabriel García Márquez

 

Por Carlos Fajardo Fajardo

 

Amigos y amigas, en el acto horroroso, politiquero, demagógico, oportunista, confesional, decimonónico, que el presidente Juan Manuel Santos y su Ministra de Cultura rindieron como homenaje en la Catedral Primada de Bogotá a Gabriel García Márquez, se pudo ver claro el mensaje que la clase dominante quiso dirigir al pueblo colombiano: oficializar e institucionalizar a Gabo, convertirlo en un  exponente de esa cultura conservadora clerical que él tanto atacó y rechazó en sus libros.

Volver a García Márquez un trampolín no solo reeleccionista, sino una figura católica, tradicional, con valores nacionalistas de lengua, religión, raza, moral, costumbres y centralismo bogotano, es una canallada, un golpe bajo a la intelectualidad crítica y creativa de este país, un caso patético de la godorria cultural que actualmente padecemos. Qué irrespeto a la conciencia libertaria; qué imposición de ideas y políticas retardatarias. En el famoso homenaje a nuestro Nobel se encontraban los más altos representantes de las jerarquías religiosas, militares, políticas y económicas de nuestro querido y duro país.  ¡Y fue en la Catedral Primada!, como si todos en Colombia fuéramos católicos. ¿Dónde está el respeto a nuestra multiculturalidad y a la libertad de cultos consignados en la Constitución del 91? ¿Dónde la posibilidad de construir un país realmente democrático, moderno, laico, plural?

De modo que seguimos en los tiempos de la Regeneración decimonónica; es decir, en el oscurantismo histórico que ha envuelto durante casi siglo y medio a Colombia, semejante al país de finales del siglo XIX, donde prosperaban censuras, hogueras, cadalsos, fanatismos, conventos, asesinatos, sombras y más sombras. Al decir de Vargas Vila, una "República tísica rodeada de bayonetas", levantada con un pie en el ejército y otro en el clero, con la prensa y la opinión manipuladas, con "un tirano sin grandeza, déspota sin gloria".  Un país, que en palabras de Fernando González, el filósofo de Otraparte, "le tiene miedo al diablo".

La Regeneración de la República Conservadora, hispano-católica de 1880, produjo estos y otros despotismos demagógicos, oligarcas y racistas. Excluyó de toda posibilidad democrática al pueblo analfabeta, pobre, hambriento. La Regeneración y la constitución del 86, que concentró el poder en un centralismo capitalino y en el clero fanático doctrinario, según Vargas Vila, creó "criminales sin responsabilidad, una monarquía disfrazada, la imprenta muda, nada de instrucción, nada de trabajo, nada de luz, retrocediendo casi a un estado primitivo". Las coincidencias son inmensas con la Colombia de hoy. El dogma, el destierro de todo debate de ideas, la invisibilidad de los intelectuales a contracorriente, los predicadores políticos de aldea, la retórica bárbara de los medios y de los periodistas analfabetas, la negación al contradictor desde la academia, la oficialización del escritor incómodo y disidente, es nuestro sino contemporáneo.

Este fue, y todavía lo es, el país, cuya clase gobernante abraza ahora a Gabo y lo convierte en su más querido representante. ¡Horror de los horrores!

 

 

 

 

 

CARTAS DE LOS LECTORES

 

DE LOS ADIOSES.  Seguidor permanente de su periódico y conocedor del espíritu de los poetas que lo integran, no dejó de causarme profunda extrañeza que no hubieran registrado también la desaparición del inolvidable Cheo Feliciano. Valga esta notica para que no dejemos de celebrar también a la música.  Alberto Castro Gómez, melómano

 * * *

VIENTOS DE POESÍA.  Veo con mucha emoción el inusitado crecimiento de Los Conjurados, que vienen anunciando muchos títulos para la Feria. Cuando sale la lista completa de quienes integran esta envidiable colección? Martín Martínez Monsalve

 * * *

CAMPANA DE ALERTA. La muerte de Gabito sirvió de campanazo de alerta para que los Ministerios de Educación y Cultura emprendan una campaña de apoyo y difusión a fin de que los estudiantes del país conozcan mucho más a sus autores. Las respuestas en las innumerables encuestas radiales y televisivas que se escucharon de parte de la juventud, fueron deplorables, por no decir que aterradoras en el sentido del desconocimiento absoluto de nuestro único Premio Nobel de Literatura. María Carolina Atuesta

 

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