EcuaYork
Boletín Cultural Electrónico # 133
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Dolores por y para siempre
Petronio Rafael Cevallos
Al amanecer salimos rumbo a San Vicente de Loja, un caserío escondido en la selva que se extiende al norte de la península, montaña dentro de Olón. Teníamos que caminar veinte kilómetros al este del océano Pacífico. Marchábamos por un sendero estrecho y cubierto de lodo. La marcha era lenta y penosa. Tuvimos que cruzar dos riachuelos. De vez en vez algún miembro de la expedición disparaba contra un siempre elusivo blanco. Al mediodía llegamos a un claro donde se encontraban esparcidas media docena de covachas. Estábamos, nada más ni nada menos que, en San Vicente de Loja. Las covachas de caña, a la usanza costeña ecuatoriana, habían sido levantadas sobre estacas, como precaución contra las inundaciones. El poblado había sido fundado por una familia de bravíos campesinos lojanos que habían llegado escapando de la terrible sequía que asolaba el sur del país. Habían llegado hambrientos, abriéndose paso a través de la jungla virgen, armados sólo con su esperanza y sus machetes. En menos de un año habían desmontado montañas enteras para cultivar maíz, yuca, camotes, tomates y todo lo útil que brotara de la tierra. Sobre una pequeña meseta construyeron sus hogares, una escuelita y una iglesia. Los lojanos nos dijeron que la iglesia era utilizada como bodega, ya que el cura de Manglaralto rehusaba venir a dar misa, al menos que le pagaran cien sucres por cada una de sus visitas. La escuelita era una covacha rectangular que se distinguía de las demás por la bandera tricolor que ondeaba en un palo clavado junto a la puerta. Una bella joven lojana, Dolores, trabajaba como directora y maestra de primero a sexto grado. Todos los alumnos compartían la misma aula, la única con la que contaba la escuelita. Dolores demostró ser un una mujer extraordinaria y totalmente dedicada al servicio de la comunidad. Aparte de educar a los niños, Dolores daba clases de alfabetismo y economía familiar a los adultos de la aldea. Nos dijo que amaba lo que hacía. Los aldeanos sencillamente la adoraban. La escuelita era su hogar y su taller de trabajo; allí dormía, comía e impartía clases. Hasta los más cínicos de nosotros nos sentimos conmovidos ante esta mujer de veinticinco años —sana, hermosa, sencilla—, quien enseñaba con su ejemplo lo que muchos proclaman con palabras. No era ni misionera, ni subversiva, ni activista; era una humilde maestra rural percibiendo un sueldo miserable, viviendo sola sus mejores años en un villorrio que ni siquiera figuraba en el mapa. Dolores no predicaba nada, no abogaba por nada, no condenaba nada. Dolores enseñaba a leer y a escribir, a sumar y a restar, a multiplicar y dividir, a vivir en familia y en comunidad. Un grupo de recalcitrantes cazadores —guiados por un par de lojanos— insistieron en salir enseguida en busca de tigrillos y venados. Uno de los guías —Abraham, el líder de la comunidad— era un hombre de una prodigiosa vitalidad. Nos dijo tener ochenticinco años, pero su agilidad y energía eran el cuádruple de la nuestra. Yo personalmente no estaba interesado en ir de cacería. No obstante, me interesaba conversar con Abraham. Partimos después de comer cecina de venado, arroz y choclos cocidos al carbón por las lojanas de la aldea. Abraham nos condujo a las estribaciones de un cerro cubierto de tupida vegetación. Cerro Azul le llamaban. Allí acampamos al pie del cerro, junto al río Olón. Yo portaba la carabina que mi abuelo —después de horas de súplicas— había accedido a prestarme. La mayoría del grupo portaba alguna arma de fuego. Luego de varias horas de infructuosos disparos a venados que se esfumaban en la selva, yo ya tenía más que suficiente. La cacería, como la pesca, no es únicamente un asunto de buena puntería, sino —sobre todo— de increíble paciencia. Abraham —de un solo disparo— logró cazar un venado. El Abuelo Vera mató un par de conejos. Los demás disparábamos sin atinarle a nada. Abraham despellejó a las presas con una maestría que nos dejó boquiabiertos y avergonzados. Luego encendió un fuego en el que asó la carne de los animales sacrificados. Esa noche, mientras comíamos, nos relató cómo por medio de un sueño había sido guiado hasta esas tierras. Abraham nos dijo que había sostenido conversaciones telepáticas con seres extraterrestres. "Esta zona ha sido por siglos la favorita de los marcianos", afirmaba categórico. "Aquí mismito, en la vega junto al río aterrizan sus naves". Nosotros lo escuchábamos sin creerle o descreerle del todo. "Síguele la corriente al viejo que está más loco que la locura", me susurró el Cabezón Ramírez. Yo le preguntaba a Abraham que por qué y para qué los extraterrestres habían escogido ese lugar. Me respondió que no lo sabía y añadió: "Pero le puedo jurar que los marcianos no quieren tratos con los cristianos, mucho menos con las autoridades. Los marcianos nos han venido estudiando por cientos de años, y están convencidos de que no tenemos remedio. Lo único que les interesa es el planeta y cierta clase de cristianos como yo". No pude dormir esa noche, cavilando sobre lo que aquel humilde y tenaz campesino nos había dicho. Mis compañeros desecharon lo oído como "puras pendejadas de un viejo orate". Salí de la tienda en la que el Abuelo Vera roncaba como un tigrillo asmático. Afuera —junto a la fogata— estaban el Chocota Palacios y Llerena —los guardas de turno— jugando cuarenta. Caminé tratando de calmar mi desasosiego. El campamento dormía. Pensaba en Dolores mientras las palabras de Abraham resonaban en mi cerebro. Oí las nocturnas voces perdidas en la selva. Miré al cielo como esperando encontrar una providencial respuesta. Seres de una lejana galaxia nos habían deshauciado. A través de la humedad, mis ojos entrevieron la oscura inmensidad estallando en una sublime sinfonía de luceros.
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