Pasión de peruanidad
Por: Hugo Guerra
Sábado 16 de Octubre del 2010
Cada vez que recorro el Perú, inevitablemente reitero la pasión que siento por mi patria, aunque confieso que me subvierte la paradoja del subdesarrollo en un territorio tan maravillosamente ubérrimo como el nuestro.
El Perú es un país geopolíticamente clave por su centralidad en Sudamérica y la cuenca del Pacífico sur. Es bioceánico por su costa oeste y su proyección atlántica. Es amazónico, con derechos en la Antártida. Tiene una de las mayores biodiversidades del planeta y, entre otras características, cuenta con una amplísima diversidad de zonas ecológicas y climáticas.
Puede convertirse en eje del arco geoestratégico americano, en el ‘hub’ portuario para los países del APEC y en parte del corredor de integración con el Brasil. Tiene derecho a ser líder de la Comunidad Andina. Y, además de tener acceso privilegiado a Norteamérica gracias al TLC, también puede ser puente dorado para que otros países sudamericanos y del Asia ingresen al mercado europeo.
Sin embargo, el Perú del siglo XXI, pese a su reciente despertar material, está plagado de las rémoras de un pasado colonial oprobioso y de un advenimiento republicano traumático. En las zonas altoandinas aún se advierte falta de integración adecuada con el epicentro costeño; persisten rezagos de un feudalismo interrumpido que no evolucionó a ese capitalismo que debía sustentar a la república liberal de 1821 en adelante.
El Estado moderno creció con falta de identidad, mezquinando los orígenes pluriétnicos de nuestro pueblo. Las élites criollas armaron estructuras legales que hasta hoy carecen de plena legitimidad porque no recogen la necesidad de una nación que se esparce sin planificación ni en un territorio vasto. En alrededor del 70% del Perú no hay presencia de autoridad oficial y no están constitucionalizadas nuestras fronteras (que vergonzosamente se redujeron en unos 700 mil kilómetros cuadrados desde el fin de la Colonia).
El problema es más doloroso en la selva. Loreto, Amazonas, San Martín, Ucayali y Madre de Dios, por ejemplo, son apenas islas interiores, aisladas tras las simbólicas murallas verdes de sus bosques cada vez más frágiles y desprotegidos por un modelo económico que privilegia el desarrollo exportador-costeño.
La organización actual, de 25 regiones-departamentos (incluyendo al Callao), es un disparate. Ciertamente debe lucharse contra el centralismo capitalino, pero en pleno ‘boom’ de la minería la regionalización involuciona a formas de peligroso parroquialismo, porque cada región pretende algún tipo de autonomía, mientras cada provincia quiere una mayor cuota del canon al que miran como un botín.
En las regiones hoy hay una bonanza financiera inimaginable hasta hace poco. Pero entre la corrupta incompetencia de muchas autoridades y la falta de planificación, el dinero abundante de hoy puede convertirse pronto en fondo perdido porque –aparte de alguna infraestructura nueva– no se está invirtiendo en fomentar la identidad nacional ni en generar empresas y empleos productivos sostenibles y sustentables.
El Gobierno Central debe recuperar potestades que le permitan reordenar al país territorialmente en macrorregiones (no más de unas cinco) y salvaguardar al Estado unitario. Debe impedir también que los gobiernos regionales afecten las inversiones productivas privadas.
Es hora de repensar al Perú potenciando la economía social de mercado y los logros democráticos conseguidos desde el retorno a la democracia en el año 2000. Tienen que retomarse los valores fundamentales de la peruanidad, preservando los rasgos identitarios de nuestra nación.
Es vital que se profundice la congruencia entre el interés nacional y la política. Que se entienda que el Estado carece de sentido si sus instituciones no representan a la nación y si estas no recogen la voluntad del pueblo.
Al redescubrir cíclicamente el Perú siento un justo nacionalismo, ajeno a la inflamación patológica del sentimiento patrio y el chauvinismo equivocado de los necios. Pero es inimaginable el futuro si renunciamos a nuestras raíces y a nuestra identidad.
Propugno un nacionalismo integrador, reconociendo que nuestra nación –dentro de sus contradicciones internas– debe seguir construyéndose en el plebiscito cotidiano de ser auténticos y mejores. Los deberes con la patria son irrenunciables, estamos obligados a servirla. Así, ese Perú poderoso que todos anhelamos no puede ser resultado de las azarosas tendencias del mercado, sino que será consecuencia de la unidad nacional guiada por liderazgos democráticos y objetivos precisos. Recordemos, por último y junto al magnífico Byron, que “quien no ama su patria, no puede amar nada”.
Chachapoyas, octubre del 2010
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