La injusticia globalizada
La desaparici�n de Saramago nos deja un gran vac�o. Ten�a una gran amistad con �l, y quiero usar Othernews para expresar mi p�same y, estoy seguro, el p�same de Othernews, del cual �l era un lector habitual. Reproducimos un escrito reciente, donde su pasi�n por la justicia y la denuncia de un mundo injusto, nos deja como mensaje de su indignaci�n. Nunca hay que perder la capacidad de indignarse, y Saramago a su edad era mucho m�s pujante y vivo que tantos j�venes de hoy. Roberto Savio.
La injusticia globalizada
Jos� Saramago
Junio 4, 2010 .Comenzar� por contar en brev�simas palabras un hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace m�s de cuatrocientos a�os. Me permito solicitar toda su atenci�n para este importante acontecimiento hist�rico porque, al contrario de lo habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendr� que esperar al final del relato; no tardar� nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de s�bito se oy� sonar la campana de la iglesia. En aquellos p�os tiempos (hablamos de algo sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del d�a, y por ese lado no deber�a haber motivo de extra�eza, pero aquella campana tocaba melanc�licamente a muerto, y eso s� era sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los ni�os, dejaron los hombres sus trabajos y menesteres, y enpoco tiempo estaban todos congregados en el atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por qui�n deber�an llorar. La campana sigui� sonando unos minutos m�s, y finalmente call�. Instantes despu�s se abr�a la puerta y un campesino aparec�a en el umbral.
Pero, no siendo �ste el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen d�nde se encontraba el campanero y qui�n era el muerto. �El campanero no est� aqu�, soy yo quien ha hecho sonar la campana�, fue la respuesta del campesino. �Pero, entonces, �no ha muerto nadie?�, replicaron los vecinos, y el campesino respondi�: �Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia est� muerta�.
�Qu� hab�a sucedido? Sucedi� que el rico se�or del lugar (alg�n conde o marqu�s sin escr�pulos) andaba desde hac�a tiempo cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, meti�ndolos en la peque�a parcela del campesino, que con cada avance se reduc�a m�s. El perjudicado empez� por protestar y reclamar, despu�s implor� compasi�n, y finalmente resolvi� quejarse a las autoridades y acogerse a la protecci�n de la justicia.
Todo sin resultado; la expoliaci�n continu�. Entonces, desesperado, decidi� anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tama�o exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignaci�n lograr�a conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepci�n, lo acompa�ar�an en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia, y no callar�an hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre r�os y mares, por fuerza tendr�a que despertar al mundo adormecido� No s� lo que sucedi� despu�s, no s� si el brazo popular acudi� a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los d�as.
Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo.
Supongo que �sta ha sido la �nica vez, en cualquier parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, despu�s de tanto tocar por la muerte de seres humanos, llor� la muerte de la Justicia. Nunca m�s ha vuelto a o�rse aquel f�nebre sonido de la aldea de Florencia, mas la Justicia sigui� y sigue muriendo todos los d�as. Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aqu� al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la est� matando.
Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que hab�an confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en t�nicas de teatro y nos confunde con flores de vana ret�rica judicial, no la que permiti� que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta m�s hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compa�era cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo ser�a el sin�nimo m�s exacto y riguroso de lo �tico, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la felicidad del esp�ritu como indispensable para la vida es el alimento del cuerpo.
Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas tambi�n, y sobre todo, una justicia que fuese emanaci�n espont�nea de la propia sociedad en acci�n, una justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano. Pero las campanas, felizmente, no doblaban s�lo para llorar a los que mor�an. Doblaban tambi�n para se�alar las horas del d�a y de la noche, para llamar a la fiesta o a la devoci�n a los creyentes, y hubo un tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que convocaba al pueblo para acudir a las cat�strofes, a las inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se ver�a como la obra desatinada de un loco o, peor a�n, como simple caso policial.
Otras y distintas son las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo aquella justicia compa�era de los hombres, aquella justicia que es condici�n para la felicidad del esp�ritu y hasta, por sorprendente que pueda parecernos, condici�n para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano m�s morir�a de hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no para otros. Si hubiese esa justicia, la existencia no ser�a, para m�s de la mitad de la humanidad, la condenaci�n terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez m�s fuerte, por todo el mundo, son los m�ltiples movimientos de resistencia y acci�n social que pugnan por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como intr�nsecamente suya; una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un c�digo de aplicaci�n pr�ctica al alcance de cualquier comprensi�n, y que ese c�digo se encuentra consignado desde hace cincuenta a�os en la Declaraci�n Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos b�sicos y esenciales de los que hoy s�lo se habla vagamente, cuando no se silencian sistem�ticamente, m�s desprestigiados y mancillados hoy en d�a de lo que estuvieran, hace cuatrocientos a�os, la propiedad y la libertad del campesino de Florencia. Y tambi�n he dicho que la Declaraci�n Universal de los Derechos Humanos, tal y como est� redactada, y sin necesidad de alterar siquiera una coma, podr�a sustituir con creces, en lo que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de todos los partidos pol�ticos del mundo, expresamente a los de la denominada izquierda, anquilosados en f�rmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racional y sensible que imagin�bamos que era la aspiraci�n suprema de los seres humanos. A�adir� que las mismas razones que me llevan a referirme en estos t�rminos a los partidos pol�ticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el d�cil y burocratizado sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del adormecimiento social resultante del proceso de globalizaci�n econ�mica en marcha. No me alegra decirlo, mas no podr�a callarlo. Y, tambi�n, si me autorizan a a�adir algo de mi cosecha particular a las f�bulas de La Fontaine, dir� entonces que, si no intervenimos a tiempo -es decir, ya- el rat�n de los derechos humanos acabar� por ser devorado implacablemente por el gato de la globalizaci�n econ�mica.
�Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y pol�ticas concretas del momento, y seg�n la expresi�n consagrada, un Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen inter�s por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la situaci�n de cat�strofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, ser� precisamente en el marco de un sistema democr�tico general como m�s probabilidades tendremos de llegara la consecuci�n plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos. Nada m�s cierto, con la condici�n de que el sistema de gobierno y de gesti�n de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fuese efectivamente democr�tico. Y no lo es.
Es verdad que podemos votar, es verdad que podemos, por delegaci�n de la part�cula de soberan�a que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a trav�s de un partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia num�rica de tales representaciones y de las combinaciones pol�ticas que la necesidad de una mayor�a impone, siempre resultar� un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acci�n democr�tica comienza y acaba ah�. El elector podr� quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendr� un efecto visible sobre la �nica fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su pa�s y su persona: me refiero, obviamente, al poder econ�mico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien com�n al que, por definici�n, aspira la democracia.
Todos sabemos que as� y todo, por una especie de automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco m�s que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez m�s en meros comisarios pol�ticos del poder econ�mico, con la misi�n objetiva de producir las leyes que convengan a ese poder, para despu�s, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minor�as eternamente descontentas.
�Qu� hacer? De la literatura a la ecolog�a, de la guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones de tr�fico, todo se discute en este mundo nuestro.
Pero el sistema democr�tico, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumaci�n de los siglos, �se no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervenci�n de los ciudadanos en la vida pol�tica y social, sobre las relaciones entre los Estados y el poder econ�mico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos ret�rica, de los simples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos.
No hay peor enga�o que el de quien se enga�a a s� mismo. Y as� estamos viviendo. No tengo m�s que decir. O s�, apenas una palabra para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez m�s a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oig�mosla, por favor.
a muerte del escritor portugu�s Jos� Saramago en Lanzarote, Espa�a �donde resid�a desde la d�cada de los 90�, representa una p�rdida irreparable: a la de la figura insistituible de la literatura universal se suma la del pensador militante y comprometido con los menos favorecidos, y la del ser humano de congruencia y moral inquebrantables.
De extracci�n humilde, Saramago se distingui� por una gran sensibilidad y por un compromiso profundo con la superaci�n de las miserias sociales, pol�ticas y humanas. Sin perder nunca una amplia independencia de criterio, el oriundo de Azinhaga, Portugal, ejerci� una cr�tica constante hacia la violencia, la barbarie, el conservadurismo, la doble moral, el poder de los grandes capitales y las violaciones contra los derechos humanos. El permanente quehacer reflexivo de Saramago lo condujo, en los �ltimos a�os de su vida, a defender un diagn�stico profundamente doloroso, pero acertado, de una realidad en que el poder econ�mico termina por imponerse sobre los valores humanos m�s entra�ables, como la justicia y la democracia. As� lo se�al� en un texto le�do en la clausura del Foro Social Mundial de Porto Alegre, Brasil, en 2002: �/!>Urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervenci�n de los ciudadanos en la vida pol�tica y social, sobre las relaciones entre los estados y el poder econ�mico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad�/!>
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De vocaci�n universal, Saramago valor� y apoy� las gestas locales como la mejor forma de incidir en la constituci�n de un mundo m�s justo. Destacan, en particular, el respaldo decidido que brind� en nuestro pa�s al zapatismo ��/!>Yo soy comunista, pero en M�xico soy zapatista�/!>
, dijo alguna vez�, movimiento al que consider� �/!>una esperanza�/!>
para los pueblos ind�genas de Am�rica Latina.
La inequ�voca definici�n pol�tica e ideol�gica de Saramago no demerit� en absoluto su excepcional calidad como literato, oficio que ejerci� en forma incansable y prol�fica hasta el �ltimo de sus d�as. Varias generaciones de lectores, de posturas pol�ticas diversas, han disfrutado de sus obras, escritas con maestr�a y en un estilo que, seg�n describi� el escritor italiano Umberto Eco, transita �/!>bajo las formas de lo fant�stico y lo aleg�rico�/!>
. Su calidad lo convirti� en el primer autor de habla portuguesa en recibir el premio Nobel de Literatura. El galard�n, obtenido en 1998, no lo alej� de sus convicciones ni de sus posturas, y continu� siempre prodigando una lucidez generosa y comprometida.
En un mundo en el que predominan la barbarie, los atropellos sistem�ticos a los derechos humanos y a la justicia y dem�s retrocesos civilizatorios, la muerte de Saramago trasciende a la p�rdida humana irreparable, y se convierte en una orfandad dolorosa para las letras, la �tica y el pensamiento.
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SARAMAGO, MONSIV�IS
*La despedida de dos grandes
*Las letras est�n de p�same
El universo literario y cultural Iberoamericano est� de p�sames. Carlos Monsiv�is de M�xico (1938-2010), con 72 a�os; Jos� Saramago de Portugal (1922-2010), con 87 a�os de edad. Escritores con trascendencia m�s all� de sus propios pa�ses. Obra muy prol�fica. Ambos recibieron reconocimientos, condecoraciones e importantes premios en vida por su trabajo. A un deceso casi simult�neo, hubo condolencias entre sus colegas literatos; pero sobre todo desde los lectores, el terreno f�rtil en donde se ganaron el respeto y la admiraci�n.
Toda p�rdida humana es irreparable. M�s cuando un hombre elabora y luego hereda una obra escrita importante. Eso representa un vaci� dif�cil de llenar. En este caso, los dos autores araron en surcos de las letras espa�ola y portuguesa. Significando p�rdidas lamentables. Claro est� que ning�n hombre es sustituible. Cada uno con una trayectoria especial, con una inclinaci�n personal. Cada quien su preparaci�n, su identidad y su legado. Pero sobre todo vale el compromiso social de cada cual. Pero ambos, en su lucha por la defensa de sus creencias, en aras de la propia y la ajena dignidad.
Monsiv�is trascendi� por su cr�tica hacia el poder desde lo social. Su obra lo hizo popular. Adem�s de estar presente en muchos medios de comunicaci�n, en di�logo a p�blico abierto durante la presentaci�n de temas, de libros, de revistas, etc�tera. Independiente siempre en la cr�tica, Monsiv�is, abri� ventanas para desgranar muchas tropel�as coyunturales desde el poder. Nos leg� las cr�nicas de una ciudad que lo vio nacer, el Distrito Federal. Los capitalinos como actores de sus vidas; la visi�n de sus problemas, de sus fiestas, de sus traumas, de sus vaivenes, de sus protestas y de su pleno andar. As� lo despidi� el mundo intelectual desde el Museo de la Ciudad de M�xico. La gente de a pi� le dio el �ltimo adi�s en Bellas Artes. La familia recibi� condolencias directas, por los medios impresos y v�a internet.
Saramago dej� dolor a su partida. En Lanzarote, en Portugal, en Espa�a, en todo el mundo. Sus libros muy le�dos. Pol�micos y �nicos. Fruto de un hombre �muy de izquierdas�. Comprometido siempre con las causas justas. Despu�s de Fernando Pessoa, Saramago oblig� a posar la mirada en Portugal. Pero Saramago, con todo y �se dice� lleg� tarde a las letras y antes le batall� en su lucha por vivir, escribi� y dijo lo que sinti�.
No hubo obra que hiciera p�bica sin disputa. La reacci�n de los detractores siempre le acompa��. Incluso hasta el final. Pero quien le dio la pu�alada trapera �ni siquiera por la espalda porque la reacci�n vino despu�s de fallecido� fue la Iglesia cat�lica de Roma. Le toc� fijar postura al �rgano oficial. El art�culo con la firma de Claudio Toscani en L�Obsservatore Romano del s�bado 19 de junio. El Nobel de Literatura 1998 fue �populista y extremista�. �Fue un hombre y un intelectual concesi�n metaf�sica, anclado hasta el final en una obstinada confianza en el materialismo hist�rico, en el marxismo. L�cidamente posicionado en la parte de la ciza�a en el campo de trigo de la evangelizaci�
Aparte, El Evangelio es una novela �irreverente�, un �desaf�o a la memoria del cristianismo�
Aparte: �Un extremista populista como �l, que se hizo cargo del porqu� del mal en el mundo deber�a haber abordado en primer lugar en problema de las err�neas estructuras humanas, de las hist�rico-pol�
Lo peor fue la reacci�n post mortem de la Iglesia. Como las aves de rapi�a. Como para justificar una postura sin esperar respuesta. A sabiendas de que no se puede defender personalmente. Escrito vilipendioso, sacr�lego, m�s que vil. Una muestra de la reacci�n que caus� su vida y su obra. �Por qu� no replic� Toscani�a nombre de la Iglesia romana� para esperar la respuesta en vida de Saramago? �Qui�n est� dispuesto a creer que las tropel�as de la Iglesia cat�lica han pasado y seguir�n pasando desapercibidas siempre?
En una entrevista para la revista Expresso, del mismo Portugal, Saramago asent� lo siguiente que puede servir de respuesta a L�Obsservatore Romano: �Creo que en la sociedad actual nos falta filosof�a. Filosof�a como espacio, lugar, m�todo de reflexi�n, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexi�n, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte� (11 de octubre de 2008).
Adi�s a Saramago y Monsiv�is
�Ah, no! Ahora nos explican c�mo es que se fueron juntos, Saramago y Monsiv�is. / Ambos comprometidos con las causas justas, los dos compartiendo el viaje final. / Saramago nos sorprendi� con sus desasosiegos y su prosa �nica y fuera de lugar. / Monsiv�is nos educ� en la rebeld�a contra la sinraz�n de la vida cotidiana y del poder.
Letrados ambos, nuestros, Nobel de Portugal el uno, novel de M�xico el otro tambi�n. / Prestos para destripar el mundo, como para brindar las explicaciones de lo irracional. / Por el idioma, por las palabras, por la acci�n, por el ejemplo, compromisos por igual. / Ambos, due�os de lo universal; Saramago-Monsiv�
Con Saramago hablamos del Quijote y de una fama superior al libro de Cervantes. / Con Monsiv�is, el encuentro presto a discutir de la ciudad, sus costumbres y el altar. / Cuando un Grande se va �ahora dos� nos deja en soledad, pero hereda terquedad. / El mejor homenaje ser� la lectura de sus obras, la memoria de los pasos en su honor. (19/junio/2010. 15:19 hrs.)
Correo: maniobrasdelpoder@