Saturday, November 26, 2011

[RED DEMOCRATICA] OP.: La sangre redentora del opresor

 

El Nuevo Herald, jueves 24 de noviembre del 2011

La sangre redentora del opresor
Por Vicente Echerri

Más de treinta años después de que el genocida régimen de Pol Pot en Camboya llegara a su fin, tres de sus más cercanos colaboradores están siendo juzgados en Phnom Penh. Parecería que un acto de justicia podría venir a cerrar una de las acciones criminales más pavorosas y absurdas del siglo XX: el experimento de los maoístas camboyanos a un costo de 2.2 millones de muertos. Sin embargo, las dilaciones y contemplaciones que han venido teniendo contra esos monstruos convierten el juicio en una parodia lamentable. Si todos los requisitos del proceso llegan a cumplirse, los reos morirán de viejos sin haber sido condenados; y si lo fueran, las sentencias serían poco menos que simbólicas para la enormidad de sus crímenes.
 
Casi al mismo tiempo, el nuevo gobierno de Libia anunciaba que Saif al-Islam, el hijo de Gadafi que fuera capturado en días pasados, sería juzgado en ese país, lo cual el Tribunal Internacional de La Haya aceptó esta semana algo a regañadientes, por parecerle que las figuras prominentes del régimen depuesto no iban a tener garantías procesales en el lugar donde ahora mandan sus enemigos y sus antiguas víctimas. La manera en que murió Gadafi escandalizó a más de uno. “Debieron haberlo juzgado”, repetían a coro las personas “decentes”.
 
En verdad no entiendo estos pruritos. Si la justicia significa ante todo equidad, la comisión de un acto monstruoso obliga a un castigo ejemplar, proporcional al crimen cometido. Gadafi murió como una acosada rata de cañería, vejado y linchado por sus enemigos, y en esto sólo puede verse un acto de simetría histórica —para no decir de justicia divina. ¿Por qué habría de merecer un mejor fin quien dedicó cuatro décadas a torturar y a asesinar a todo el que se le oponía? ¿En nombre de qué humanidad habría que haberle librado de la humillación última, del zapatazo y del escupitajo? Piadosos en extremo, creo yo, fueron sus ejecutores, que no lo arrastraron vivo para luego colgarlo por los pies en sitio público hasta que las aves de rapiña dieran cuenta de su carroña. Los oprimidos necesitan de estos radicales exorcismos.
 
El genocida y el tirano no precisa de juicio alguno. Sus actos criminales son evidentes, siendo el más obvio la usurpación ilícita del poder que, concentrado en su persona, o en una cúpula, constituye de por sí una condena anticipada. De aquí que estos individuos no requieran más que la breve formalidad de un tribunal para comunicarles su condena (ya que la presunción de inocencia no les concierne), que debe ser la ejecución inmediata, sin tiempo a que intervengan los untuosos representantes de Amnistía Internacional o de otros organismos de derechos humanos, que insisten en querer otorgarles una dignidad de la que ellos mismos se pusieron al margen. Los rumanos nos dieron a todos una lección con el “juicio” de Nicolae y Elena Ceausescu. Bastaron 90 minutos para enumerar los cargos por los cuales, un momento después, los fusilaban en un patio. Todo lo contrario del dilatado, costoso y, por momentos ridículo, proceso de Saddam Hussein, revestido de una formalidad legal que él nunca mereció.
 
Las democracias occidentales, además, por haber dejado de creer en la pena de muerte, dejan inconclusa la retribución que conlleva todo acto de justicia legítimo. Estoy de acuerdo en que los tribunales no deben ser pródigos en imponer la pena máxima ante cualquier homicidio vulgar, como más de una vez ha ocurrido en este país; pero los grandes criminales —sobre todo aquellos que cometen sus crímenes amparados en ideologías supuestamente redentoras— deben pagar con su vida de manera expedita y sin ahorrarles ningún dolor ni humillación.
 
Sólo la justicia ejemplar restaura el equilibrio que el tirano —y sus más allegados— ha interrumpido en la vida de un pueblo. Para sanar bien de las costosas secuelas, físicas y morales, que siempre deja la tiranía, los opresores públicos deben ser sacrificados, con el mismo sentido con que se lanzaban los chivos expiatorios al desierto cargados con los amuletos de la culpa colectiva. Deben morir para que todos sus cómplices menores puedan ser perdonados. Sólo la sangre de los opresores limpia los pecados de los pueblos envilecidos y sumisos.
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