Edicion 2141 6 de Agosto de 2010
La Santa Alianza
Durante los días de Fiestas Patrias apareció un curioso aviso en El Comercio. Una escarapela adornaba el título: “Saludamos al señor cardenal Juan Luis Cipriani”, y debajo del texto panegírico figuraba una colección de nombres como para avivar el interés hasta del analista más curtido por la cínica realidad.
¿A qué venía la oportunidad de dedicarle un homenaje de página completa a Cipriani en los días de unas Fiestas Patrias que celebran la creación de una república inspirada en las ideas de libertad de la Ilustración, la revolución estadounidense y, sobre todo, la francesa? ¿Danton (me refiero a Georges-Jacques) inspira, al fin, al cardenal? ¿El espíritu de la Logia Lautaro quizá?
Parece que no. Pero cuando se trata de abusar la bandera nuestra, creada para representar el anhelo y la lucha de nuestro pueblo por la libertad, hay gente que siempre puede alucinarla presidiendo desfiles de camisas negras en ruta hacia un auto de fe.
En medio de la prosa laudatoria, el aviso infiltró dos mensajes profundamente partidarios y acendradamente terrenales. El primero, sobre el litigio con la Católica, por el manejo de la universidad y sus bienes; y el segundo –el más cínico–, sobre los hechos, las tragedias y los excesos de la guerra interna en el Perú.
“Nos alegra, y reconocemos su sacrificada entrega a la causa de la pacificación en nuestro país, especialmente en su abnegada tarea evangelizadora en Ayacucho…”, empieza el segundo de los cuatro cortos párrafos del aviso. Les alegra a los señores firmantes… ¿qué les alegra? ¿Lo que hizo Juan Luis Cipriani en Ayacucho? ¿Quizá su sacrificada decisión de prohibir toda actividad del CEAS (Comisión Episcopal de Acción Social) en Ayacucho durante los años más duros de la guerra interna? ¿La abnegada adjetivación de llamar a la Coordinadora de Derechos Humanos “una cojudez”? ¿Su entrega a la siguiente opinión: “En un contexto violento como el de Ayacucho, las muertes, desapariciones y abusos son parte del enfrentamiento de la guerra. Los defensores de los derechos humanos le llamarán guerra sucia. Yo creo que la Fuerza Armada tuvo que utilizar mecanismos para conocer cómo y dónde ocurrían esos asuntos” (Caretas, 14-4-94)? ¡Cuánta abnegación y sacrificio se necesita, ¿verdad? para defender la tortura, los asesinatos y las desapariciones!
Me pregunto ¿cuántos de los firmantes que aparecen en ese aviso hubieran promovido un aviso similar para celebrar la entrega y la abnegación del añorado cardenal Vargas Alzamora a lo largo de su esforzada lucha por la libertad y en especial contra la corrupta dictadura de Montesinos y Fujimori? Ni lo hicieron ni lo hubieran hecho.
Alguno preguntará que quién soy yo, agnóstico y judío, para opinar sobre las opiniones y los hechos de un cardenal. Contesto que jamás me meteré en asuntos propios de la religión, ni en cultos ni en liturgias. Pero cuando un sacerdote se mete en política, es un ciudadano más. Y cuando es un mal ciudadano, debe ser criticado como tal.
En los años aún recientes de insurgencias y contrainsurgencias en América Latina, la iglesia católica produjo magníficos apóstoles de los derechos humanos, denodados defensores de las víctimas en unos países, mientras que en otros emergían capellanes de paredón y encubridores de torturas. En Chile y El Salvador, por ejemplo, la Iglesia defendió a las víctimas con inmensa entereza y, aquí sí, con abnegación. Ello supuso el martirio de monseñor Óscar Romero y de los seis sacerdotes jesuitas (entre los cuales el eminente Ignacio Ellacuría, rector de la UCA, que podría mas no quiere decir Universidad Católica). Pero en Argentina, la jerarquía católica fue cómplice, salvo excepciones, de los crímenes de los Videla, Menéndez, Massera (este último tan admirado por Rafael Rey, a quien este gobierno, con su virtuosa capacidad de perpetrar el acto político perverso, puso como ministro de Defensa).
Aquí en el Perú, la Iglesia se dividió, en una pugna sorda y tenaz, entre quienes defendían los derechos humanos y los herederos de Torquemada y el cura Menvielle. El Perú es uno de los países que tuvo mayor cantidad de obispos jesuitas y tiene ahora mayor cantidad de obispos del Opus Dei. Cipriani y Vargas Alzamora representaron en su momento esta pugna. Es cierto que ambos coincidieron, en 1990, en rechazar la candidatura de Fujimori. El entonces presidente de la Comisión Episcopal de Catequesis, Cipriani, escribió entonces una ‘carta abierta al pueblo peruano’ para que ‘no se deje manipular por los grupos evangélicos que apoyan la candidatura del ingeniero Fujimori’. Algo parecido dijo Vargas Alzamora.
Pero cuando Montesinos sacó las garras, Fujimori sacó las uñas y convirtieron al Perú en la dictadura de ladrones y matones que gobernó desde el 5 de abril de 1992, Cipriani olvidó sus cartas abiertas o cerradas y se puso al servicio de ese régimen. Vargas Alzamora, en cambio, lo enfrentó y colaboró en la lucha contra él hasta el final inesperado, verdaderamente inesperado, de su vida.
Pese a la caída de la dictadura fujimorista, Cipriani mantiene a buena parte de la Iglesia en el Perú con la “cara al Sol”, mientras el resto calla. Así como está claro que Cipriani fue un activo colaborador de la dictadura, es igualmente claro que continúa siéndolo con quienes bregan o complotan por su retorno.
Por eso, no me sorprende ver entre los firmantes de ese aviso psicosocial a personas como, digamos, Dionisio Romero Seminario, como no me sorprendió verlo en el vídeo en el que negocia con Montesinos hasta las lealtades de sus allegados. Tampoco sorprende, por supuesto, ver ahí a Jaime Yoshiyama, a Francisco Tudela o a Rafael Rey, cuya diversidad fluctúa entre el ‘chino, chino, chino’ y la camisa negra.
Hay, sí, uno que otro firmante que sorprende. Una que otra persona que luchó por la democracia, que conspiró contra Fujimori. ¿Se tratará de un homónimo? Porque si no lo fuera, ¿cómo mirarse la cara sin que se le caiga el espejo?
Y cuando uno ya está casi al final de la lista, de repente los ve, juntitos en la uve, a Vega y a Villa, y ahí sí que la cosa se malea. ¿Qué hace el loco Villa firmando ese documento? ¿Se ha olvidado que es Javier Villa Stein, todavía presidente de la Corte Suprema, que aún no es el candidato presidencial que alucina será, y que no debe ni puede declarar lealtades tan obviamente partidarias, por más farisaico que sea el lenguaje?
¿Y qué decir de César Vega Vega, ex-socio de bufete y de muy interesantes casos con el actual presidente Alan García y hoy presidente de la Corte Superior? ¿Tanta indulgencia necesita en el confesionario, que se olvida, junto con Villa Stein, del grosero conflicto de intereses que representa su firma en ese documento?
Hay varias maneras de perder batallas, y guerras también. Se las puede perder peleando, y eso es triste pero digno; y se las puede perder también por puro acojudamiento. Y yo veo que quienes preparan el retorno del fujimorato tienen cómplices, alcahuetes pero, sobre todo, estrategias y plan. Y en el lado de quienes lucharon contra la dictadura o, sin haber luchado, quieren vivir en democracia (la razón de ser y el destino de nuestra nación), hay acojudamiento, apocamiento y en varios casos, signos tempranos de cobardía.
Ya es tiempo de empezar a despercudirse. En los meses siguientes, paulatinamente cerca del momento decisivo para nuestro destino que serán las elecciones del próximo año, ha de ser vital que vuelvan a emerger las grandes mayorías, con líderes que hablen y actúen claro, conscientes de que definiremos entonces, por difícil que sea imaginarlo, algo sin lo cual nuestra gastronomía pierde sabor y nuestro crecimiento pierde sentido: el derecho a ser libres y a hacer crecer en nuestra nación las fronteras de la libertad.
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